sábado, 28 de enero de 2012

EN LAS ANTÍPODAS: Plateros australianos

 A la izquierda, koala en el Healesville Wildlife Sanctuary, próximo a Melbourne (Australia). A la derecha, koala en lo alto de un eucalipto, en el Parque Nacional Flinders Chase en Kangaroo Island (Australia).
Fotos: Carmen del Puerto.

“Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro.” Pero este Platero no es el tierno y mimoso burrito del Premio Nobel Juan Ramón Jiménez, no trota alegremente por los prados andaluces, no pasea a los niños en su lomo. Este Platero australiano vive encaramado en lo alto de un eucalipto, duerme 20 horas al día y es uno de los iconos más conocidos del país de las antípodas. Hoy, un marsupial en peligro de extinción, como muchas otras especies.

EN LAS ANTÍPODAS: Disecando al demonio

 Demonio de Tasmania disecado, expuesto en el Healesville Wildlife Sanctuary, próximo a Melbourne (Australia).
Foto: Carmen del Puerto.
 

Muchos supimos de la existencia de esta especie autóctona australiana gracias a la baraja de cartas infantil editada por Fournier con los personajes animados de la Warner Bros. Con ella jugábamos a “La Mona”, que consistía en formar parejas de cartas iguales con las imágenes de los Looney Tunes: Piolín, Silvestre, Bugs Bunny, Pato Lucas, Coyote, Correcaminos, Porky Pig, Gallo Claudio, Elmer Gruñón, Sam Bigotes… Perdía el que no lograba deshacerse de la única carta sin pareja. Y ésta era… el Demonio de Tasmania. La idea central de su caricatura en la serie de dibujos animados era su apetito feroz, que reforzaban sus largos y afilados dientes caninos y sus gruñidos, en consonancia con su imagen real. Un aspecto de vampiro negro que justifica el nombre de este marsupial carnívoro y carroñero, hoy, sin embargo, en peligro de extinción.

EN LAS ANTÍPODAS: “Un, dos, tres… responda otra vez”

 Equidna de hocico corto disecado, en la exposición del Centro de Visitantes
de Ayers Rock (Australia).

Foto: Carmen del Puerto. 

Toda la familia se sienta ante el televisor. Se oye la sintonía del programa. Comienza el concurso “Un, dos, tres… responda otra vez”. Lo dirige el genial Narciso Ibáñez Serrador (Chicho), siempre con un puro en la mano. Lo presenta primero el peruano Kiko Ledgard y luego la cubana Mayra Gómez Kemp, seguida de otros. Lo animan en sus orígenes don Cicuta y los Tacañones, después, las Tacañonas, más todos los humoristas de la época. Las guapas azafatas o secretarias de grandes gafas redondas –con Victoria Abril, entre otras famosas- van vestidas de piratas, es el tema que toca. El programa se divide en tres partes. Empecemos por Preguntas y Respuestas. Los concursantes son amigos y residentes en Tenerife. “Por 25 pesetas, especies animales australianas. Un, dos, tres… responda otra vez”. Y el reloj con su tic tac se pone en marcha:

“Canguro (podríamos precisar rojo, gris…, que esto también vale), ualabí, koala, ornitorrinco, equidna, cucaburra, lechuza del antifaz, cocodrilo marino, ibis, emú, dingo, demonio de Tasmania, wombat, dugong, ave lira, agua viva Box Jellyfish, zarigüeya, serpiente Taipan, (silencio)… conejo…” Suena la campana. Pareado: “Con conejo algo falla, no es oriundo de Australia”. Escuchemos la voz de los supertacañones… La respuesta se da por válida, aunque sea una especie europea introducida en las antípodas por los colonos ingleses.

Más de 3.000 especies, otras tantas respuestas acertadas, a 25 pesetas cada una, 75.000 pesetas, por lo menos. Pasamos a la eliminatoria y luego a la subasta, a ver si nos toca el coche, el viaje o el apartamento, que no Ruperta, la calabaza.

Sobre animalitos de las antípodas, ver también anteriores entradas:
EN LAS ANTÍPODAS: A pesar de la ponzoña

EN LAS ANTÍPODAS: La risa de la cucaburra y otros relatos de terror

Espectáculo para turistas en Kangaroo Island (Australia).
Fotos: Carmen del Puerto.

Las cucaburras empezaron a bailar en su brazo al ritmo de la música. Al principio, todos sonreímos y aplaudimos los movimientos sincronizados de estos simpáticos pájaros. Pero luego advertimos que las aves emitían un sonido estridente, una risa casi humana, yo diría que maléfica. Y entonces ya no nos hicieron tanta gracia, como tampoco nos la hacen las hienas cuando ríen. Luego llegó la lechuza del antifaz, que nos miraba con extraña fijeza, induciéndonos una suerte de anestesia hipnótica. Por último, el águila de plumaje oscuro sobrevoló nuestras cabezas y a punto estuvo de atrapar alguna entre sus garras…

Lo anterior es una ficción inspirada en una demostración de vuelo libre de aves predadoras australianas. Pero este show para turistas también podría haber inspirado a Alfred Hitchcock su clásico cinematográfico (Los pájaros, 1963), como lo hizo el escalofriante relato de Daphne du Maurier en el que se basó. Ella se inspiró, a su vez, en las gaviotas que veía cuando paseaba por los acantilados de Cornualles y que se lanzaban en picado sobre gusanos. ¿Qué pasaría si lo hicieran sobre la humanidad? Muchos han visto en esta amenaza una metáfora ecologista: la venganza de la naturaleza ante una actuación desconsiderada sobre el planeta que está poniendo en peligro su biodiversidad.
  
 La gaviota “asesina” de Daphne du Maurier en el Fish Market de Sidney (Australia)
Foto: Carmen del Puerto.

EN LAS ANTÍPODAS: El canguro rojo

 
 Canguros rojos en el Healesville Wildlife Sanctuary, próximo a Melbourne (Australia).
Fotos: Carmen del Puerto.

No me acostumbro a estar encerrado, por mucho que cuiden el entorno y lo llamen santuario de vida salvaje. Echo de menos la pradera abierta y apenas compito ni boxeo. Siento que se debilitan mis grandes y poderosas patas traseras, mis largos pies diseñados para saltar hasta 3 metros de altura y 10 metros de longitud, mi larga y musculosa cola para mantener el equilibrio como tercer punto de apoyo. Incluso estoy perdiendo mi visión de 300 grados. Me temo que ya no podría alcanzar la velocidad de los 50 kilómetros por hora.

No ignoro los peligros de la carretera en estado libre. Muchos familiares y amigos han muerto en ella tras cruzarse con todo tipo de vehículos, sobre todo con los diabólicos camiones tipo road trains. Pero añoro tanto mi hábitat natural… 
 
Además, un canguro de mi talla, de casi 2 metros y 90 kilos –somos los marsupiales más grandes del mundo, aunque sólo pesamos 1 gramo al nacer-, y con un lomo rojizo que tanto gusta a las hembras, no puede tener limitado su harén. Aunque, en fin, aquí también me estoy reproduciendo.

EN LAS ANTÍPODAS: “Wombat, wombat”

 Ejemplar de wombat en el Healesville Wildlife Sanctuary, próximo a Melbourne (Australia).
Foto: Carmen del Puerto.

No, no es el estribillo de una canción de King Africa. Es, repetido, un marsupial típicamente australiano, que parece un osito rollizo y se comporta como un vulgar roedor. De patas muy cortas, pero fuertes, y garras poderosas para sus excavaciones, se alimenta de hierbas y raíces. Pero tiene las digestiones muy pesadas: tarda 14 horas en hacerla. Es raro que salga de su madriguera durante el día. Así se mantiene caliente en invierno y fresco en verano. Hábitos por los que, quizá, llegará a vivir más de 20 años.

Sin embargo, es una especie amenazada por culpa de los conejos, una de las 100 especies exóticas invasoras más dañinas del mundo. Fueron introducidos en Australia por los colonos ingleses en 1859 para entretenimiento de cazadores. Ignoraron entonces que una hembra adulta de conejo es capaz de tener 40 crías al año y cuáles serían sus efectos devastadores en pastos, bosques y especies autóctonas.

Para combatirlos, a las autoridades no se les ocurrió una idea mejor que introducir zorros, los principales depredadores de los conejos en Inglaterra, pero que en lugar de capturar estos animales se lanzaron sobre los wombats, más fáciles de cazar.

Los australianos utilizaron balas, trampas y venenos para frenar el avance de los conejos. Incluso levantaron una valla a prueba de ellos de unos 2.000 km de largo. Luego, probaron a infectar los conejos con el virus de la mixomatosis, enfermedad a la que pronto se hicieron resistentes. En 1995 se lanzó una segunda arma biológica: la enfermedad hemorrágica del conejo, con la que intentan controlar la plaga.

Paradójicamente, los hábitos excavadores de los propios wombats, que además compiten con los conejos por la comida, contribuyen a la proliferación de los mismos dañando las vallas de contención.

EN LAS ANTÍPODAS: "Don’t feed the birds"


 
Ibis merodeando en el Fish Market de Sidney (Australia).
Fotos: Carmen del Puerto.

Los humanos son unos egoístas. ¡Mira que no darme ni una cabeza de langostino! Tendré que buscar en la basura o conformarme con los gusanos. Es humillante, ¿verdad, Cuervo? ¡Qué bajo he caído! Yo, que desciendo de los Ibis sagrados africanos, que me veneraban los egipcios, que fui la cabeza de un dios, representación de la sabiduría, la escritura y la música, inventor de la escritura, patrón de los escribas, de las artes y las ciencias. Tantas veces pintado en tumbas y papiros. Yo, que era un ave de carácter religioso, usada en rituales y sacrificios, honrada con la momificación para poder acceder al reino de Osiris, símbolo de la fertilidad porque me alimentaba de las temidas serpientes aprovechando las subidas del Nilo. Todos me consideraban un símbolo de valentía, el último animal en buscar refugio ante la llegada de una tormenta, el primero en reaparecer tras su paso. Para, finalmente, acabar en un mercado de pescado australiano mendigando a un turista un mejillón que llevarme a mi largo y curvo pico negro. Si Thot levantara la cabeza…

EN LAS ANTÍPODAS: Pizzas locales


Arriba, pizzas de canguro y de cocodrilo, en primer plano, en un típico establecimiento de Sidney (Australia). 
Abajo, la carta de la pizzería.
Fotos: Carmen del Puerto.

Australia ofrece pizzas muy exóticas en el menú de sus restaurantes. Una población numerosa de canguros y cocodrilos marinos de 8 metros dan para cubrir muchas porciones de masa fermentada. Ingredientes que no son fáciles de conseguir en Mercadona. Lo mismo sucede con las pizzas barbacoa de emú, ave autóctona que también abunda en la isla. Luego las hay más corrientes, de pollo, por ejemplo, y supongo, aunque yo no vi el plato anunciado en el menú, que también de conejo europeo, contribuyendo a frenar así esta plaga invasora de gran capacidad reproductiva.

Atención al aderezo con cebollas españolas que se anuncia en la carta de la foto. Y si no quieres un buen vino de las antípodas, puedes acompañar las pizzas con una fría cerveza australiana, siempre que no haya restricción de alcohol en la zona.

EN LAS ANTÍPODAS: Kangaroo Island



Fotos: Carmen del Puerto.

Kangaroo Island (Australia), 08/03/2011.

Cuando el capitán británico Matthew Flinders y su hambrienta tripulación descubrieron Kangaroo Island el 2 de marzo de 1802, lo primero que vieron fueron unas “sustancias negras”, que resultaron ser marsupiales comestibles: canguros grises y ualabíes (de menor tamaño). De ahí el nombre que, agradecidos, le dieron a la isla, situada a 13 km del Cabo Jervis, con 450 km de costa y separada del continente hace 9.000 años. Pero debieron comérselos casi todos porque, hoy por hoy, lo más abundante en la isla de los Canguros son, con diferencia, las ovejas. No obstante uno puede hacer algunas fotos a los famosos marsupiales en el Parque Nacional Flinders Chase, donde sus cuidadores y los turistas les tienen asegurada la manutención.
 

sábado, 21 de enero de 2012

Fontanería de vanguardia

Detalle de un lateral del Centro George Pompidou, en París.
Foto: Carmen del Puerto.

Uno de mis primeros reportajes como periodista en formación surgió para ilustrar, con ayuda de unos textos, una colección de diapositivas sobre el Centro Nacional de Arte y Cultura Georges Pompidou, hoy Centro Pompidou, que había sido inaugurado unos años antes, en 1977. Yo no tuve oportunidad de conocer y valorar personalmente este magnífico museo hasta mucho tiempo después. Creo que, en esencia, mi reportaje de los ochenta no ha perdido mucha actualidad.


EL CENTRO GEORGES POMPIDOU, FONTANERÍA DE VANGUARDIA

“Cien mil metros cuadrados tiene el centro Georges Pompidou, el supermercado de cultura que, con aspecto de gigantesco trabajo de fontanería, se alza en la parisina plaza de Beaubourg. A este templo funerario que Pompidou se otorgó acuden diariamente miles de personas que no recordarían a su promotor si no fuera por una imagen inmensa del extinto premier francés presidiendo la entrada. Además de un alarde futurista de arquitectura, el centro Pompidou es un “lugar de movimiento, de diálogo y de dialéctica”, según su presidente [de entonces] Jean Millier. Y como antesala, una plaza repleta de barricadas humanas, de transeúntes que se agolpan como pétalos de un florido de bohemia artística y musical. 

Vista parcial de la Plaza de Beaubourg, con la Basílica del Sagrado Corazón de Montmartre en el horizonte. 
Imagen tomada desde el último nivel del Centro Pompidou.
Foto: Carmen del Puerto.

 
TUMBA FARAONICA POMPIDOU

Georges Pompidou se planteó una inmortalidad egipcia, híbrida de gigante funerario y de futurismo rabioso. El resultado fue un vasto almacén de cultura, el Centro Georges Pompidou, basado en una “arquitectura hidráulica” que recuerda al entramado del sistema de suspensión del Citroen o a la sala de máquinas de un trasatlántico.

Fachada principal del Centro Pompidou.
Foto: Carmen del Puerto.

El Centro Georges Pompidou es algo así como el temible monstruo del Lago Ness, pero en versión francesa y anclado en la parisina plaza de Beaubourg. Nadie duda de su existencia. Millones de personas aseguran haberlo visto asomar la cabeza por encima de los siglos y del viejo barrio de Marais. En efecto, un monstruo que, a juicio de algunos, amenaza con destruir el prestigio histórico de sus alrededores. Otros, en cambio, y lejos de considerarlo un insulto a la memoria de la Revolución, ven en el aspecto futurista de este centro una fiel interpretación del lenguaje arquitectónico de las vanguardias de los años 20.

Interiores del Centro Pompidou.
Foto: Carmen del Puerto.

En cualquier caso, todas las polémicas suscitadas en torno a la arquitectura de este coloso galo se reducen a una mera cuestión de estética, y no por ello deja de ser, junto a la Torre Eiffel, uno de los monumentos más visitados de Francia. Tanto la Torre Eiffel como el Centro Georges Pompidou fueron clasificados en su día como un montón de “chatarra ordenada”. El gran Nessy francés, hijo de Henzo Piano y de Richard Hogers, alcanza los 42 metros de altura, 166 de largo y 60 de ancho. El 70% de los 100.000 metros cuadrados de superficie es útil para almacenamiento y uso de cultura, gracias a la funcionalidad de las ventanas diagonales y a la ausencia de tabiques. El sistema vertebral está engarzado por “gerberettes” y enormes vigas metálicas que atraviesan el monstruo de este a oeste.

El centro Georges Pompidou, por uno de sus costados, parece una obra de fontanería mimetizada de colores vivos (rojo para transportes, azul para el aire acondicionado, amarillo para la electricidad y verde para el agua), venas y arterias de “un lugar de movimiento, de diálogos y de dialéctica”, según palabras de su presidente Jean Miller.

El contenido de este espacio pluridisciplinario se presenta con una encrucijada de ideas alrededor de cuatro polos de atracción: el Museo Nacional de Arte Moderno, mostrando la actualidad artística y guardando obras ejemplares; el Centro de Creación Industrial, buscando iniciar a un amplio público un nuevo conocimiento de su entorno; la Biblioteca Pública de Información, ofreciendo un libre acceso y el I.R.C.A.M (Instituto de Investigación y Coordinación Acústica), proponiendo explorar las nuevas posibilidades que ofrecen a los compositores y a los intérpretes las técnicas recientes del sonido.

 
Plaza de Beaubourg desde el último nivel del Centro Pompidou.
Foto: Carmen del Puerto.

EL MAYOR “INGENIO” DEL MUNDO

Pero mientras que en el interior un mundo de documentación recogida en formas tradicionales (libros, revistas, fotos,...) o en electrónicas sofisticada (vídeos, cerebros electrónicos) da alimento a curiosos y estudiosos, en la plaza que sirve de antesala otro mundo de farándula y bohemia entra en competición.

Un malabarista con antorchas de fuego y gorro de aviador de los años veinte mantiene absortos a una treintena de transeúntes que no saben dónde acabará la pantomima. Un encadenado houdinesco y felliniano gira sobre sí mismo para deshacerse de veinte metros de férreo collar. Los corros esperan que el “milagro”, “la magia”, no se cumpla para entrar más en una comunicación con el ingenio popular que con la admiración al “superhombre”. En el aire vibra un fondo musical, predominando ritmo de bombos, tambores y tantanes. Mientras, el concertista de guitarra que distrae a un reducido grupo de sanos envidiosos queda esquinado como si no quisiera molestar a los otros corros masivos. Todo es posible en esta “plaza de los ingenios”, vigilada por gigantescos periscopios de chapa y por el rampante gusano de la escalera mecánica.

Los melancólicos acordeones están ausentes. También los fotógrafos de caja y trípode de madera. La invasión niko-japonesa y el sonido de África y América Latina han dado el paso gigante a la vanguardia que trae el presente-futuro. Una batería de dibujantes francotiradores se alinea en la entrada del Centro Georges Pompidou. Hacen lo que ninguna técnica fotográfica puede resolver, que la persona se parezca al retrato y que, además, salga agraciada.

Una vez superada la barricada artístico-popular de la plaza, como otro mayo francés, se entra en la maquinaria del proceso de almacenamiento de la cultura, despistados como en los chaplinianos “Tiempos Modernos”. Luego, distintos “lazarillos” orientan al visitante del amazónico hormigueo de acero y cristal. Una exposición escultórico-musical, un documental en vídeo del Che Guevara, una sala de pantalla continua y múltiple donde un espectáculo ecológico audiovisual es observado por un público que se acomoda por los suelos... Más y más sorpresas en una suerte de supermercado cultural donde (¡milagro!) casi todo es gratis.” 

(Gracias, Maryola, de nuevo, por transcribir los textos)
 

El árbol azul ultramar

L’Arbre, grande éponge bleue (1962), escultura (pigmento puro y resina sintética sobre yeso y una esponja) del artista Yves Klein expuesta en el Centro Pompidou de París.
Foto: Carmen del Puerto.

Aunque le he puesto un marco, no es una pintura. Pero a un místico artista francés llamado Yves Klein (1928-1962) –que quizá fuera daltónico- le dio por pintar los árboles de azul. De un azul intenso, monocromo, que él mismo patentó con su nombre: el ultramar “Internacional Klein Blue (IKB)”, creado con ayuda de un amigo químico. Su azul es utilizado hoy por diseñadores de las grandes firmas de moda, que también lo llaman “azul klein” o “azul eléctrico”, un tono azulón (termino más prosaico) que favorece siempre y que es fácil de combinar, idealmente con dorado, plateado y negro.

Lo de azul ultramar le vendría a Klein, hijo a su vez de pintores vanguardistas, de haber estudiado en la Escuela Nacional de la Marina Mercante. Y su filosofía, así como sus originales técnicas para pintar, de pasar por la Escuela Nacional de Lenguas Orientales, donde se formó en artes marciales, que practicó profesionalmente y aplicó a su producción artística.

Para componer sus obras, embadurnaba de azul a mujeres desnudas que luego estampaba en lienzos extendidos en la pared o en el suelo, dejando allí las huellas de sus cuerpos. A pesar del “maltrato” a las modelos, convertidas en “brochas vivientes” que eliminaban la mano del artista, estas polémicas “antropometrías” se hicieron famosas.

También lo fue una exposición titulada Vacío (1958), que consistió en dejar un espacio completamente desnudo, una habitación con las paredes pintadas de blanco para que el espectador percibiera el arte y la sensibilidad a su alrededor.

Este dadaísta, padre del Body Art, que pintaba con esponjas o con fuego, haciendo happenings y performances en público, acompañadas de músicos, y capaz de arrojar sus ganancias al Sena, también intentó viajar a la Luna. En su Salto al vacío, una conocida fotografía de sí mismo flotando en el aire y venciendo a la gravedad (obviamente, un fotomontaje), se consagró como “el artista del espacio". Y es que su imaginación nunca tuvo límites.
 
 

Arte cinético

Detalle del Salon Agam o Kinetic Hall (1972), la instalación que el artista israelí Yaacov Agam hizo 
para los aposentos privados de Georges Pompidou en el palacio del Elíseo.
En primer plano, la escultura Triangle volant (Triángulo volando).
Centro George Pompidou de París.
Foto: Carmen del Puerto.

La cuarta dimensión. El espacio-tiempo. Arte cinético. Mobiliario de vanguardia. Un diálogo permanente con el público. Luz y color. La mañana y la noche. Blanco y negro. Un techo azul. Una estética diferente. Un entorno visualmente complejo. Paredes cubiertas con murales polimórficos de imágenes cambiantes. Puertas correderas, entradas policromadas. Ilusionismo. Engaños ópticos. Arriba y abajo en movimiento. Geometría con alfombra. Metamorfosis permanente. El sueño de un presidente que, situado entre Charles de Gaulle y Valéry Giscard dÉstaing, apoyó políticamente el arte contemporáneo. Hoy, en el moderno museo que lleva su nombre.

Los colores de Kandinsky

Amarillo, Rojo, Azul (1925), pintura de Vassily Kandinsky,
expuesta en el Centro Pompidou de París.
Foto: Carmen del Puerto.

Ahora mismo tengo esta imagen de fondo de escritorio en mi ordenador. Vassily Kandinsky pintó este cuadro de intensos colores para mí, aunque luego se lo regaló a la rusa Nina Andreievsky, que no lo valoró como yo y acabó donándolo al Museo Nacional de Arte Moderno de París. Nunca entenderé cómo tan bella sinfonía de líneas y colores, de tan cálida geometría cromática y tan apasionado expresionismo abstracto, que incluso invita al optimismo, terminó en manos de una mujer casi treinta años más joven que el pintor ruso. Pero, a pesar de mis celos, no fui yo quien mató en 1980, en su villa suiza, a la viuda de Vassily.

La cuadratura del círculo

Sin título (Tondo) (2006), de la artista alemana Katharina Grosse,
expuesto en el Centro Pompidou de París.
Foto: Carmen del Puerto.

Los matemáticos griegos, que de geometría sabían mucho, intentaron cuadrar superficies irregulares con el fin de simplificar el cálculo de sus áreas. Y consiguieron cuadrar, con sus limitados instrumentos, cualquier superficie poligonal descomponiendo los polígonos en triángulos. Pero no así el círculo, por culpa del peculiar número Pi, como demostró el matemático alemán Ferdinand Lindemann muchos siglos después, en 1882. Hoy, la cuadratura del círculo sigue siendo un problema matemático sin resolver. Es imposible obtener, con sólo regla y compás –y ésta es la condición a tener en cuenta-, un cuadrado con una superficie igual a la de un círculo dado. Imposible propósito que, en sentido figurado, hallamos en tantas metas inalcanzables de la vida.

sábado, 14 de enero de 2012

El dulce rostro de Omaira

La niña colombiana Omaira Sánchez Garzón.
Foto: Frank Fournier.

“Lo intentaron de nuevo y aparecieron sus hombros y sus brazos, pero no pudieron moverla más, estaba atascada. Alguien sugirió que tal vez tenía las piernas comprimidas entre las ruinas de su casa, y ella dijo que no eran sólo escombros, también la sujetaban los cuerpos de sus hermanos, aferrados a ella.” 
(ISABEL ALLENDE. Cuentos de Eva Luna)

Este año habría cumplido los 40 de haber sobrevivido a la tragedia del Nevado del Ruiz en 1985. El pueblo colombiano de Armero fue arrasado por la furia del volcán y, como recuerda la periodista Maruja Torres en su valiente Mujer en guerra, “había miles de niñas Omaira en aquel devastado paisaje”. Pero la Omaira de la foto, la Omaira que siempre recordaremos con tristeza, permaneció tres días atrapada en el fango. Todos vimos su agonía en directo, por televisión, con una impotencia que nos comprimía el corazón como los escombros le comprimían a ella sus piernas. La escritora Isabel Allende también nos conmovió describiendo la terrible escena en sus Cuentos de Eva Luna. El rescate fue imposible y la gangrena gaseosa, tras ahogar las últimas palabras que la niña dirigió a su madre, se llevó esos ojos negros que tan dulcemente miraban a la cámara.

El canto del Cisne

Nube que dejó la desintegración del Challenger poco después de su lanzamiento en 1986.
Fuente: NASA.

Trabajaba en la redacción de un periódico. Escribía noticias para el recién creado suplemento de ciencia, una novedad introducida en la década de los ochenta en todos los diarios de gran tirada. El lanzamiento del transbordador Challenger desde el Centro Espacial Kennedy en Florida (EEUU) estaba previsto, tras sucesivos retrasos, para el 28 de enero, a las 11:38 hora local (16:38 UTC, hora canaria, una hora más en la Península). Pero éste no sería un lanzamiento rutinario. No por la misión en sí –poner en órbita un satélite de comunicaciones-, sino por los miembros de su tripulación. Uno de los siete astronautas que posaron para la foto con sus trajes azules de vuelo era una profesora de Secundaria, el primer ciudadano de a pie que viajaría al espacio y que impartiría clases en órbita. Recuerdo haber fantaseado ese día con la posibilidad de viajar al espacio, dado que en un vuelo posterior de la NASA estaba previsto incluir un periodista. La participación de civiles en las misiones espaciales había sido una propuesta del entonces presidente Ronald Reagan, para demostrar -¡qué ironía!- la seguridad de la astronáutica norteamericana.

A los 73 segundos del despegue, cientos de toneladas de combustible líquido envolvieron al transbordador en una bola de fuego. La nave se desintegró en el aire, aunque posiblemente los astronautas siguieron aún con vida hasta que la cabina de la nave impactó en aguas del Océano Atlántico a más de 300 kilómetros por hora. Primero lo oímos en las noticias y luego lo vimos retransmitido por televisión, y todos nos quedamos mudos de espanto. Me imagino el horror que sintieron los alumnos de New Hampshire que seguían el lanzamiento así como la angustia de los familiares que lo presenciaron desde Cabo Cañaveral.

Una mañana demasiado fría, que no se tuvo en cuenta, el mal funcionamiento de las juntas tóricas, sabido con antelación, una gestión incompetente… un cúmulo de errores que, en cualquier caso, contribuyeron a la tragedia. Y es que para mantener el ritmo de lanzamientos, a menudo –he leído- los directivos de la NASA ignoraban las normas de seguridad.

Dice una leyenda que el cisne, símbolo de armonía y belleza, emite el más melodioso de los cantos como premonición de su propia muerte. Aunque en realidad es un ave con limitadas capacidades sonoras, el gran Leonardo da Vinci también dejó escrito: “El cisne es blanco, sin ninguna mancha, y canta dulcemente antes de morir; ese canto pone fin a su vida.”. Y un cisne me recuerda la imagen que en el cielo nos dejó el accidente del Challenger, una catástrofe evitable, como ahora sabemos. Ya lo insinuó el Premio Nobel de Física Richard Feynman cuando formó parte de la comisión que investigó el desastre.

Éste es mi homenaje a los astronautas Francis Richard Scobee; Michael John Smith, Ronald McNair, Ellison Shoji Onizuka; Gregory Jarvis, Judith Arlene Resnik y Sharon Christa McAuliffe, que extiendo a todos los que han dejado su vida en la conquista del espacio.

Reportaje de "Informe Semanal", en RTVE, con motivo del 25 aniversario de la tragedia:

Las quemaduras de Kim Phuc

Imagen para no olvidar la Guerra de Vietnam.
Foto: Huynh Công Út (Nick Ut).
World Press Photo en 1972 y Pulitzer en 1973.
 

8 de junio de 1972. Carretera número 1 hacia la aldea de Trang Bang, al norte de Saigón. Combates y bombardeos entre Vietnam del Norte y Vietnam del Sur. Bombas de napalm caen sobre la aldea, cerca de la casa de Kim Phuc. Ella tiene 9 años, pero llegará a cumplir 50 gracias a que Nick Ut la lleva al hospital tras tomar la fotografía. Se someterá a 17 operaciones de injertos de piel. Todo su cuerpo presenta quemaduras. Hoy, Kim Phuc se dedica a ayudar a los niños víctimas de la guerra.

El napalm es una gasolina gelatinosa altamente inflamable y que arde lentamente. Varios países han hecho uso del napalm durante los conflictos armados, entre ellos Estados Unidos en la guerra de Vietnam. Fue prohibido en 1980 por el Protocolo III de la Convención de Ginebra, protocolo que no ha sido ratificado hasta el presente por los norteamericanos. Quizá, por eso, también lo usaron en Iraq.

Un iceberg a estribor

Cartel de la película Titanic (James Cameron, 1997).

Fue otra de las tragedias que, si bien no habíamos nacido -el hundimiento de este colosal transatlántico británico se produjo en la noche del 14 de abril de 1912 y pronto “festejaremos” el centenario-, sí la hemos revivido con Leonardo di Caprio y Kate Winslet en 1997. También hubo magníficas películas anteriores basadas en este histórico naufragio, aunque no con tanto presupuesto y glamour.

La travesía que debía conectar Southampton con Nueva York se interrumpió bruscamente frente a las costas de Terranova, en el Océano Atlántico. Un iceberg a estribor tuvo la culpa. 1.500 personas fallecieron por ahogamiento o hipotermia. Pero hubo otras causas por las que aquella colisión alcanzó tal magnitud. El capitán, en su puente de mando, mantuvo una velocidad más alta de la debida pese a la alerta por la presencia de bloques de hielo. Aunque el Carpathia llegó al escenario lo más rápido que pudo y rescató a muchos supervivientes, otro barco –el California- confundió los cohetes de auxilio del Titanic con fuegos artificiales y no acudió en su ayuda. La tripulación no supo evacuar a los pasajeros por carecer de formación. Y sólo se dispuso de la mitad de los botes salvavidas que eran necesarios. Overbooking: 2.227 pasajeros, cuando sólo podían acceder a las balsas 1.178. Nadie había previsto la remota posibilidad de un hundimiento. Sólo se “salvaron” de los reproches –que no de ahogarse- los músicos de la orquesta, la Wallace Hartley Band, que siguió tocando alegres melodías incluso con el agua al cuello.

Muchos cadáveres y muchos tesoros –no olvidemos que el Titanic, con cuatro chimeneas, era toda una metáfora de lujo y ostentación- quedaron sumergidos en las oscuras aguas de las profundidades marinas. Justo lo necesario para seguir alimentando tanto la codicia humana como el mito.

La amenaza nuclear

 El hongo que produjo la Bomba del Zar en 1961.

El Sol es una central nuclear de fusión (que transforma hidrógeno en helio) capaz de proporcionar 386 trillones de megavatios. Un 1,38% de su potencia fue la irradiada por la temible “Bomba del Zar”, con sus 57 megatones, lanzada por la Unión Soviética en 1961 (el año que nací) sobre el archipiélago de Nueva Zembla, en el Océano Ártico. Fue 2.500 veces más potente que las bombas, aún frescas en nuestra memoria, de Hiroshima y Nagasaki, ataques nucleares que fueron ordenados por el presidente de Estados Unidos Harry Truman y que pusieron fin a la Segunda Guerra Mundial.

Hablando de energía nuclear, cómo no recordar también las recientes fugas radiactivas en la planta de Fukushima tras el terrible terremoto-tsunami que sacudió Japón en 2011; cómo no recordar el accidente de Chernóbyl (Ucrania) en 1986, uno de los mayores desastres medioambientales de la historia; cómo no recordar el estreno en 1979 de la película El síndrome de China, seguido dos semanas después por el accidente de Three Mile Island, en Pensilvania (EEUU).

La verdad es que siempre me ha estremecido todo lo relacionado con el peligro nuclear, ya fuera por un exceso de radiación en medicina, por accidentes en las centrales térmicas o por el uso de armas que liberan energía nuclear a gran escala. Y ello a pesar de la belleza de las nubes en forma de hongo o seta que produce la explosión de una bomba atómica.

La rana roja de Haití

Foto: Iván Martínez

Dos años de la tragedia de Haití. Doscientos años de la Constitución de las Cortes de Cádiz. Lo primero lo recordamos con indignación por sus 230.000 muertos, sus 500.000 personas sin hogar, la epidemia de cólera y, sobre todo, porque la ayuda prometida por la comunidad internacional no termina de llegar a su destino. Lo segundo lo vamos a celebrar por todo lo grande.

La Española, una de las islas de las Antillas Mayores del Caribe, que fue el primer asentamiento europeo en América, hoy cobija dos estados soberanos: la República Dominicana y Haití, que en términos coloniales fueron Santo Domingo y Saint-Dominque, respectivamente. Bartolomé de las Casas y otros documentaron que la isla fue llamada Haití (“Tierra montañosa”) por los taínos, sus primeros pobladores, aunque después se matizó que sólo se llamaba así la parte más occidental.

Y por toda esta confusa terminología, me vienen a la memoria dos acuerdos de Paz, el Tratado de Rijswijk (Países Bajos) de 1697, al finalizar la Guerra de los Nueve Años entre Francia y Gran Bretaña, por la que el primero obtuvo de España, entre otros territorios, la parte de La Española más occidental (Haití) a cambio de recuperar Cataluña. Posteriormente, en la Paz de Basilea (Suiza) de 1795, España cedió a Francia su parte de la isla de Santo Domingo y ciertas ventajas económicas a cambio de la retirada francesa de los territorios peninsulares conquistados. Fue así como la mayor parte de La Española se convirtió en la moneda de cambio con que Manuel Godoy, un personaje de novela, pagó a la Convención francesa por recuperar Guipúzcoa. Dicen que fue un mal negocio porque en aquel momento la isla antillana era potencia mundial en la producción de azúcar.

No sé, pero intuyo que la Francia colonial y el Príncipe de la Paz y Duque de Alcudia Manuel Godoy y Álvarez de Faria tuvieron, aunque remota, alguna responsabilidad en la tragedia de Haití. Este país ya era el más pobre de América, con varios golpes de Estado en su historia, cuando fue asolada por el salvaje terremoto del 12 de enero de 2010, con el epicentro en Puerto Príncipe, la capital. Una catástrofe natural que dejaba pequeña aquella otra de 1972, cuando Managua, la capital de Nicaragua, también fue destruida por un seísmo de gran magnitud.

No he leído literatura haitiana, pero recuerdo con placer la novela Tú, la oscuridad, de la cubana Mayra Montero, en la que un herpetólogo (experto en ranas y sapos) busca en Haití una rana roja en extinción, que probablemente ya no encontraría.

España

España (1938), de Salvador Dalí.
Museo Boijmans-Van Beuningen (Rotterdam, Países Bajos).
Colección particular.


Para que no olvidemos nunca el horror de la Guerra Civil Española, podemos elegir entre leer uno de los últimos best sellers, como Tiempo entre costuras, de María Dueñas, volver a ver en teatro, o en cine, Las bicicletas son para el verano, de Fernando Fernán Gómez, o reflexionar sobre el sufrimiento contemplando el Guernica, de Pablo Picasso. Como otros vergonzosos episodios de la Historia, como otras guerras siempre injustificadas, aquella tragedia no debe arrinconarse en la memoria y todos hemos de esforzarnos por combatir esa cruel enfermedad llamada “Alzheimer”. Yo quiero contribuir a la causa con este comentario que escribí hace treinta años sobre un cuadro de Dalí. De nuevo el arte como respuesta.

ESTUDIO PARA ESPAÑA

“El movimiento surrealista alcanza su apoteosis en 1938, merced a la gran exposición internacional de esta fecha. Dalí y Gala huyen de los horrores de la Guerra Civil Española. Se instalan en Italia. Y el pintor catalán es fuertemente criticado en los círculos surrealistas (el surrealismo era de izquierda radical en lo que respecta a compromiso político). “La Guerra Civil Española no alteró ninguna de mis ideas. Por el contrario, dotó su evolución de un rigor decisivo. El horror y la aversión a toda clase de revolución tornó en mí una forma casi patológica”. Dalí reconoce que, a partir de ese momento, sus telas se vieron invadidas por la brutalidad monstruosa del conflicto. Su obra, España, sin ir más lejos, suma a la expresividad estética el “repudio a la podredumbre moral” de la guerra.

En este cuadro daliniano aparece una figura femenina cuyo rostro “desaparece”. La cabeza ha sido sustituida, o formada, por una escena de una batalla ecuestre (ver el boceto antes del cuadro). Este combate de caballeros sobre un fondo arenoso monocromo recuerda al fondo inacabado de La Adoración de los Magos, de Leonardo da Vinci, quien pertenece a la pléyade de héroes del Renacimiento admirados por Dalí. Las razones de la elección de Leonardo son evidentes: “Se revela como un innovador auténtico de la pintura paranoica”. Con él comparte el inestable equilibrio entre luz y sombra, el nuevo sentimiento del paisaje, la armonía y la delicadeza con que trata a la figura. Dalí huye, sin embargo, de la composición piramidal de La Gioconda.

En el rostro de mujer y en su actitud apreciamos un tinte melancólico, reflejo de un alma insatisfecha. Esa mujer es España, con África al fondo y un león herido a su lado. Y a ella se aplica lo que el propio Dalí escribió sobre Ofelias y Beatrices: “Existe un esfuerzo doloroso y desfalleciente del cuello por sostener esas cabezas de mujer de ojos cargados de lágrimas consteladas, de espesas cabelleras cargadas de fatiga luminosa y de halos. Existe una laxitud incurable de hombros hundidos bajo el peso de la eclosión de esa legendaria primavera necrofílica de la que Botticelli habló vagamente”.

Dalí aún sigue buscando la realidad en los confines del sueño. “Los desastres de la guerra y revolución en que estaba sumergido mi país contribuyeron sólo a intensificar la completamente inicial violencia de mi pasión estética”. Esclavo de las formas renacentistas, Dalí sabe dar una versión inmóvil y concentrada de ese mundo disperso, donde todo se pierde o se diluye en formas renovadas. “…y mientras mi país interrogaba a la muerte y a la destrucción, yo interrogaba a esta otra esfinge del inminente devenir europeo, la del Renacimiento.”


(De nuevo, gracias, Maryola, por ayudarme a recuperar este texto que no existía digitalmente antes de que tú me lo copiaras)

sábado, 7 de enero de 2012

La bicicleta estática

Una de las bicicletas de la pintora oaxaqueña Ana Santos,
expuesta en la Galería de Arte XXI de Oaxaca (México).
Foto de la pintura: Carmen del Puerto.

“…él solo quería huir y para eso se había comprado una bicicleta estática. La empresa de electrodomésticos le había regalado un calendario con doce láminas de ciudades siempre soñadas nunca recorridas, que ahora estaban a su alcance.” 
(MANUEL VICENT. “La bicicleta estática”, en La carne es yerba.)

El llamado Nuevo Periodismo renovó las formas de narración y enriqueció el contenido de la actualidad incorporando recursos y técnicas de la literatura de ficción. Lo había demostrado Truman Capote en A sangre fría, contándonos aquella masacre de una familia en Kansas, y Tom Wolf, el padre de La hoguera de las vanidades, reflexionando sobre aquella innovación periodística. Pero en nuestro país, el Nuevo Periodismo lo practicaba Manuel Vicent, a quien yo leía fascinada y siempre con admiración. “Navegaba ya en dirección a Venecia. Había arrancado la primera lámina del calendario y ahora la Plaza de San Marcos aparecía frente a sus fauces sudorosas. La travesía le llevó algún tiempo”. En mi memoria se grabaron algunos de sus relatos periodísticos, como “No pongas tus sucias manos sobre Mozart” y, especialmente, “La bicicleta estática”, el triunfo de la imaginación sobre la rutina diaria. “Aquel día el ciclista pedaleó sin descanso hasta la oscuridad con la frente pegada al calendario y atravesó la noche del Adriático sentado en el sillín de la bicicleta estática.”

Genios en bicicleta

 Albert Einstein (California, 1933) y el matrimonio Curie (Francia, 1895), en bicicleta.

“La vida es como andar en bicicleta. Para mantenerte en equilibrio, tienes que seguir moviéndote”. Se lo decía Albert Einstein a su hijo Eduard en una carta escrita en 1930, tras haber formulado a pedales su teoría de la Relatividad. Pierre y Marie Curie tampoco soltaron el manillar de sus bicicletas hasta que obtuvieron un decigramo de cloruro de radio tras cristalizar miles de veces ocho toneladas de pechblenda. El descubrimiento del radio y del polonio nada tuvo que ver aparentemente con los radios de sus velocípedos, transporte adquirido para viajar por la campiña francesa durante su luna de miel en 1895. Pero la atrevida Marie, vestida con falda-pantalón y sentada en el sillín a horcajadas -postura políticamente incorrecta para una mujer de finales de siglo XIX-, se hizo finalmente con dos Premios Nobel.

Los tres genios sobre ruedas nunca echaron el freno, se clasificaron para la final, fueron los primeros en llegar a la meta y se ganaron, por ello, una merecida entrada en mi blog, hoy dedicado a los frikis de las bicicletas.

La farmacia ambulante

 Foto: Carmen del Puerto.

Maroua (Camerún), 24/03/2006.

No voy a destapar una trama internacional de corrupción, burocracia y acciones lucrativas de la poderosa industria farmacéutica en Nigeria, ni a escribir sobre ello como lo hizo John Le Carré en 2001 para inspirar después una magnífica película (The Constant Gardener o El jardinero fiel, con Ralph Fiennes y Rachel Weisz). No voy a denunciar que el 90% del presupuesto dedicado por los grandes laboratorios farmacéuticos a la investigación y al desarrollo de nuevos medicamentos esté destinado a enfermedades que padece sólo el 10% de la población mundial, negocio mucho más rentable que combatir las enfermedades que asolan continentes como el africano. No voy a atribuir a las multinacionales del sector una responsabilidad que, seguramente, en rigor, no les corresponda y que, en cualquier caso, debe ser compartida con los gobiernos corruptos de muchos países y con los que sólo aportan su abominable indolencia. Afortunadamente, también hay quien lucha por la libre elaboración de genéricos, por la eliminación de las patentes, por un fácil acceso de los países pobres a los medicamentos y por el fin en ellos de calamidades como el sida o la malaria. Una farmacia ambulante bien equipada debería poder llegar en bicicleta a cualquier rincón del mundo que lo necesitara.

Las bicicletas son para el verano

 Aparcamiento de bicis a la puerta del balneario de Széchenyi, en Budapest (Hungría).
Foto: Carmen del Puerto.

Dejé la bicicleta sola, aparcada en la nieve, a la puerta del balneario de Széchenyi. Me despedí de ella con la promesa de regresar en breve. Sólo pensaba curiosear por aquel elegante recinto neobarroco de color amarillo y con nombre del conde húngaro que luchó contra Napoleón. Había oído historias fabulosas de aquellos baños de aguas termales y medicinales de la capital de Hungría. No pensaba traspasar el hall de entrada. Pero en cuanto me asomé por las cristaleras y vi los lujosos mosaicos, estatuas, escalinatas, cúpulas y columnatas del edificio, me vi pagando la entrada de 3.000 florines, dejando mi ropa en una taquilla del vestuario y equipándome con traje de baño y toalla.

Afuera me esperaban 15 piscinas, tres de ellas grandes al aire libre ocupando el patio interior, con agua templada, caliente y fría. Pero para acceder a ellas había que salir a la intemperie, con un entorno nevado y una temperatura de 10 grados bajo cero. Obviamente, no me atrevía pensando que, con mi escaso bikini, me congelaría en cuestión de segundos. Pero se trataba de muy pocos metros, los que separaban el umbral de las puertas de los vestuarios y el borde de las piscinas. Finalmente, me di un impulso, corrí, dejé la toalla en un banco cubierto de nieve y me lancé al agua, que increíblemente estaba a 38 grados centígrados. Mi aterido cuerpo se calentó de inmediato. A continuación, se accionó un remolino espiral en el agua que a toda velocidad lanzaba a los bañistas contra las paredes y les hacía chocar unos con otros, como en una atracción de feria, provocándonos a todos risas incontroladas. Una vez liberada tanta adrenalina, tableros flotantes de ajedrez me invitaban a jugar con los locales de aquella fascinante ciudad de la Europa del Este.

Tras la divertida vorágine, de nuevo hice frente a la intemperie para probar saunas, salas de masajes y las 12 pequeñas piscinas cubiertas, con aguas ricas en azufre, magnesio o calcio, de reconocidos efectos terapéuticos. Algunas –decían los termómetros- a 77 grados centígrados, con aguas termales procedentes de pozos a 900 metros de profundidad que fueron perforados en el siglo XIX.

En aquellos asombrosos baños perdí la noción del tiempo. Cuando salí varias horas después, entrada la noche, la bicicleta ya no estaba. Quizá se cansó de esperarme y se fue con otro. Quizá se murió de frío. Y yo sentí el escalofrío que producen los remordimientos.

La muerte en bicicleta

Obra expuesta en el Centro Cultural Santo Domingo, de Oaxaca (México).
Foto: Carmen del Puerto.


No sé qué escribir sobre esta foto, que tomé en el Museo de las Culturas de Oaxaca, ubicado en el ex Convento de Santo Domingo, centro de evangelización del virreinato. Con 14 salas que abarcan 10.000 años de historia, esta construcción monumental te deja sin aliento. Como si hubieras pedaleado 10.000 kilómetros y llegaras a la meta exhausta. Quizá fue eso lo que les pasó a estos ciclistas, que se quedaron sin provisiones y acabaron dejándose la piel y la carne por el camino. Claro que olvido la obsesión de los mexicanos por festejar el culto a la muerte y la estética de esqueletos y calaveras que impera en las tiendas de souvenires.

Pero también podría relacionar esta imagen con Muerte de un ciclista, la inquietante película hispano-iltaliana que dirigió Juan Antonio Bardem en 1955, con Lucía Bosé y Alberto Closas interpretando con magisterio a dos amantes clandestinos que en la posguerra franquista atropellan accidentalmente a un ciclista y huyen sin prestarle el debido auxilio. Atormentados por el remordimiento, no podrán eludir su destino final, ligado igualmente a una bicicleta. Una película que, aun denunciando el fariseísmo de la clase burguesa y anunciando incipientes cambios sociales en el trasfondo político español de la época, pasó la censura franquista… con la calificación de “gravemente peligrosa”.

La elegancia del biciclo

 Biciclo expuesto en unas bodegas de Yarra Valley, en Victoria (Australia).
Foto: Carmen del Puerto.

Observa la estética del biciclo y descubre la armonía de la diferencia, la metáfora de lo grande y lo pequeño, la simbiosis perfecta de esta veloz antigualla. Si una rueda genera y dirige el movimiento, la otra sirve de punto de apoyo. Y aunque el equilibrio no es perfecto, una no puede existir sin la otra. Con el tiempo, las ruedas de los velocípedos han ido acortando distancias, igualando sus diámetros, en busca de la simetría y huyendo del contraste. Hoy, las bicicletas se jactan de sus proporcionadas líneas, pero en elegancia nunca podrán competir con el digno biciclo.

Bicicletas comunistas


 Foto: Pablo López Ramos.
 
En la actualidad hay alrededor de 800 millones de bicicletas en el mundo, la mayor parte de ellas en China. Pero en este país no siempre fueron bien vistas. Cuando los europeos inventaron los velocípedos en el siglo XIX, la corte imperial de Pekín receló de esta nueva tecnología, a la que no encontraba utilidad. Pero la moda occidental se fue introduciendo poco a poco en la cerrada sociedad china, primero por los colonos extranjeros, luego por las clases adineradas del país, después por los funcionarios. En los años treinta empezó la fabricación nacional y, por consiguiente, su abaratamiento. Pero el mayor impulso se dio tras constituirse la República Popular China, que incentivó la producción. Los comunistas convirtieron la bicicleta en un símbolo popular.

Sin embargo, hoy China vuelve a copiar modas occidentales, animado por su alto potencial de crecimiento económico. Además de ser el país más poblado del mundo y el que más contamina, podría convertirse en el primer mercado automovilístico, y con más problemas medioambientales. Entre ellos, el incremento de los niveles de contaminación, ya muy acusados, como pusieron de manifiesto los últimos Juegos Olímpicos de 2008.

Aun así, los chinos no dejarán nunca de sorprendernos. La última noticia es que las bicis eléctricas han invadido las calles del gigante asiático.

A propósito, bicicleta en chino se dice zixingche, de zi (“auto”), xing (“movimiento lineal”) y che (“vehículo”).