lunes, 31 de diciembre de 2012

El mágico y “real” número 12



Tapiz de Benín, en un restaurante de Libreville (Gabón).
Foto: Carmen del Puerto.

Tengo la impresión de que he podido dar una imagen equivocada en mi “CUENTO DE NAVIDAD: El sueño de Martina”, anterior entrada de este blog y penúltima del año 2012, mostrándome a favor de las felices repúblicas africanas. También soy consciente de que pude resultar un tanto cáustica en mis entradas sobre “elefantes” en el bazar de la Retórica, allá por el mes de abril. Y si no he escrito nada sobre el mensaje navideño del Rey, no es porque no lo valore en su justa medida, a tanto no me atrevo, y menos después de haber estudiado en Historia el período franquista y la llamada “cuestión monárquica”. Así que para congraciarme con la Monarquía, quiero despedir el año con esta imagen: una muestra de artesanía beninesa con los nombres y símbolos de los doce reyes fon de Abomey (capital del antiguo Reino de Dahomey), que gobernaron este país del África occidental hasta la llegada de los franceses. Yo no he estado nunca en la hoy República de Benín, pero sí en un restaurante de Libreville, en Gabón, regentado por un natural de allí. Cené viendo el cromático tapiz de la cronología dinástica que ilustra esta entrada. Fueron doce estos reyes africanos, como doce son los apóstoles, doce las tribus de Israel, doce los huevos de una docena, doce los hombres sin piedad, doce los monos de una película de ciencia ficción, doce los meses del próximo año 2013 y doce las uvas que nos comeremos a las 12 de esta noche, como Dios manda en España. Por cierto, también creo como el Papa en los Reyes Magos, aunque fueran andaluces y no llevaran oro, incienso y mirra.

EL PELIGROSO DODECAEDRO

Como también son doce los pentágonos del dodecaedro, y sin querer hacer –aunque lo parezca- defensa de la numerología, no me resisto a compartir esta historia que “me contó” el astrónomo y divulgador científico Carl Sagan. En la antigüedad, los pitagóricos formaban una sociedad secreta que se negaba a compartir con el vulgo sus descubrimientos y callaron, por ejemplo, la existencia del dodecaedro (uno de los cinco sólidos perfectos junto con el tetraedro, el cubo, el octaedro y el icosaedro). Por algún motivo, el conocimiento de un sólido que tenía por lados a doce pentágonos pareció peligroso a los pitagóricos. El sólido estaba relacionado místicamente con el Cosmos. Los cuatro sólidos regulares restantes fueron identificados de algún modo con los cuatro “elementos” que, en aquel entonces, se suponía que constituían el mundo: tierra, fuego, aire y agua. Pensaron pues que el quinto sólido regular sólo podía corresponder a la sustancia de los cuerpos celestiales (este concepto de una quinta esencia dio origen a la palabra “quintaesencia”). De ahí que hubiera que ocultar la existencia del dodecaedro a las personas vulgares. Pero un pitagórico llamado Hipaso publicó el secreto de la “esfera con 12 pentágonos”. Al morir más tarde en un naufragio, se dice que sus compañeros pitagóricos ponderaron la justicia del castigo.

lunes, 24 de diciembre de 2012

CUENTO DE NAVIDAD: El sueño de Martina


 El Halászbástya o Bastión de los Pescadores, en la colina de la orilla oeste del Danubio (Budapest, Hungría). 
Foto: Carmen del Puerto.



Nevaba y Martina no podía salir de palacio por orden de su madre, la Reina. Un castigo cruel para su espíritu inquieto. Y todo por un simple resfriado. Los hijos de los súbditos reales estarían lanzándose bolas de nieve y haciendo muñecos con nariz de zanahoria y sombrero, mientras ella permanecía, por ser la heredera de aquel reino, solitaria y encerrada entre murallas y torreones.

Martina no quería ser princesa. ¿Quién había decidido por ella? ¿Por qué no le preguntaron si aspiraba al trono? Ya nadie la llamaba por su nombre, sino “Alteza”. Debía comportarse como una elegante dama, medir sus palabras y vestir trajes ampulosos. No podía hartarse de golosinas, ni tocar la comida con los dedos, ni apoyar los codos en la mesa. Pero lo que más odiaba era tener que aprender tanta cursilería de manual, que sus instructores llamaban “protocolo”, y esperar ansiosa a que un príncipe de sangre azul la desposara algún día.

Sus lágrimas incoercibles la ahogaron en un sueño profundo. Y soñó que viajaba a otro país, lejano y cálido, donde nadie la reverenciaba al verla, donde los niños sonrientes y medio desnudos jugaban con su imaginación y comían con las manos. Allí, el sol habría derretido a los muñecos de nieve, pero en su lugar la arcilla roja y los baobabs brindaban infinitas posibilidades. La niña era muy feliz en aquella república africana, hasta que un día…

Martina despertó y en seguida notó algo extraño a su alrededor. Aquellas no eran las lujosas dependencias de palacio que tanto la oprimían, no había celosos guardias reales custodiando la puerta ni herrumbrosos cerrojos de seguridad que impidieran el paso. Le embargó la alegría perdida, la felicidad soñada. Y, entonces, con gorro, guantes y bufanda, salió del cuento.