sábado, 21 de abril de 2012

El regalo de Saramago


Pintura mural de un hotel de Fuerteventura.
Foto: Carmen del Puerto.

El portugués José de Sousa Saramago fue un escritor espléndido que nos regaló obras sublimes. Una generosidad quizá inspirada en el rey Juan III de Portugal, quien regaló un elefante asiático a su primo el archiduque Maximiliano de Austria aprovechando su estancia en Valladolid en el siglo XVI. Salomón o Solimán, que así se llamaba el paquidermo, hizo un largo y azaroso viaje hasta la Viena imperial. Saramago recreó ese viaje imposible en una novela histórica imaginaria con una sintaxis irreverente sólo permitida a un Premio Nobel de Literatura.

Si con “El Evangelio según Jesucristo” (1991) y, después, con “Caín” (2009) indignó a la Iglesia Católica por su ateísmo pesimista… Si con “Ensayo sobre la ceguera” (1995) denunció la insolidaria y corrupta condición humana... Y si con “Todos los nombres” (1997) reflexionó sobre la existencia con una historia de amor y soledad en un contexto de irracional burocracia... Con “El viaje del elefante” (2008), uno de sus últimos regalos, el escritor que amaba Lanzarote censuró con su humanismo más irónico los caprichos reales que provocan muertes inútiles de animales majestuosos. “El elefante murió casi dos años después –concluye en el epílogo-, otra vez invierno, en el último mes de mil quinientos cincuenta y tres. La causa de la muerte no llegó a ser conocida, todavía no eran tiempos de análisis de sangre, radiografías de tórax, endoscopias, resonancias magnéticas y otras observaciones que hoy son el pan de cada día para los humanos, no tanto para los animales, que simplemente mueren sin una enfermera que les ponga la mano en la frente. Aparte de haberlo desollado, a salomón [sic] le cortaron las patas delanteras para que, tras las necesarias operaciones de limpieza y curtido, sirvieran de recipientes, a la entrada del palacio, para depositar las varas, los bastones, los paraguas y las sombrillas de verano. Como se ve, a salomón [sic] no le valió de nada haberse arrodillado.” (JOSÉ DE SARAMAGO. El viaje del elefante. Alfaguara. Madrid, 2008. p. 269)

Querido Tarzán


 Embestida de elefante cabreado.
Reproducción de una lámina antigua.

Querido Tarzán:

Te escribo alarmada. Los adultos siguen confundiendo una boa que se ha comido un elefante con un sombrero y los reyes magos matan a Dumbo justo cuando celebrábamos el 81º aniversario de la II República Española. Me temo que si estás en apuros, los paquidermos no acudirán en tu ayuda, por mucho que les llames a gritos. Los pocos que quedan están cabreados. Y tienen motivos. Quieren exterminarlos, como si ellos fueran la causa de todos los males del mundo. Pero tú y yo sabemos que la crisis y la elefantiasis, enfermedad inflamatoria de las extremidades inferiores por obstrucción de los vasos linfáticos, son ajenas a su existencia, y que “El hombre elefante” fue culpa de David Lynch, quien en 1980 llevó al cine la vida de un tal Joseph Merrick, humillado en el siglo XIX por padecer el “Síndrome de Proteo”. Como los mamuts y los tigres dientes de sable, nuestros amigos van camino de convertirse en personajes prehistóricos de la saga “La edad del hielo”. Me imagino el título de la próxima superproducción de los estudios de la Fox: Ice Age IV. Dawns of the Elephants.

Confiando en que tú puedas hacer algo al respecto, te saluda atentamente
La “mona” Chita.

La senda de los elefantes


 
Elefantes del Parque Nacional de Waza, en Camerún.
Foto: Carmen del Puerto.

“La senda de los elefantes” no sólo pasa por Ceilán, como en la legendaria película homónima (William Dieterle, 1954) que protagonizó un conocido trío amoroso -Elizabeth Taylor, Peter Finch y Dana Andrews- y donde los sedientos paquidermos amenazaban con devastar una enorme plantación de té del Imperio británico. También atraviesa países como Camerún, donde milicias armadas masacran elefantes para arrancarles el codiciado marfil de sus colmillos, dejando en la sabana africana un reguero de elefantes decapitados y -¡qué humanitaria consideración!- carne magra para las aldeas de la zona. En 2011 se confiscaron 23 toneladas de colmillos de elefante, una cantidad que equivale, al menos, a 2.500 ejemplares muertos. Este tráfico de marfil, estrictamente prohibido por la Convención sobre el Comercio Internacional de Especies Amenazadas de Fauna y Flora Silvestres de 1980, merma cada día el actual censo de elefantes y pone a esta carismática especie animal en peligro de extinción.

sábado, 14 de abril de 2012

El imperio de la rata

 
Portada de una edición de la novela “1984” de George Orwell.

Una distopía se define como “una utopía perversa donde la realidad transcurre en términos opuestos a los de una sociedad ideal”. “1984” es la famosa novela política de ficción distópica que George Orwell escribió en 1948. En ella, su personaje central, Winston Smith, que trabaja en el Ministerio de la Verdad reescribiendo una versión oficial de la Historia, descubre un día la gran falsa del Estado totalitario. Pero pagará caro su descubrimiento: será torturado en la Habitación 101 del Ministerio del Amor, atado a una silla y con una jaula con ratas hambrientas ajustada a su cabeza. El Partido sabía que las ratas eran su peor fobia, también la mía.

1984 es casualmente el año en que yo escribí, para la revista vecinal “ALUCHE habla”, un reportaje -“El imperio de la rata”- y un cuento de ficción, aunque basado en hechos reales -“El secreto inconfesable de un barrio”-, que transcribo a continuación. Han pasado más de sesenta años de la obra orwelliana y casi treinta de mis ingenuos artículos periodísticos, pero me temo que, con tanta “basura” alrededor en uno u otro sentido, las historias y las amenazas continúan o se repiten.


Cartel de la película “El Proceso” (Orson Wells, 1962),
basada en la novela homónima de Franz Kafka.


EL SECRETO INCONFESABLE DE UN BARRIO

Nadie lo había denunciado por temor al desprestigio y a las represalias. Primero, porque la presencia de roedores, consecuencia del abandono y la desidia del hombre, deslucía la imagen de unos vecinos preocupados en mantener el buen nombre del barrio. Segundo, porque todos sabían lo vengativas que eran o podían ser aquellas ratas venéreas del “telúrico infierno”. Nadie al parecer se había preguntado si la municipalidad iba a tomar cartas en el asunto ni qué medidas de urgencia arbitraría para librar a su jurisdicción de invasión tan repugnante. Sólo el ciudadano K, cómodo y confiado, pensó que un problema tan prioritario como éste sería al menos competencia del Ayuntamiento. Esperó en vano que de allí partieran las iniciativas y no se decidió a hacer nada hasta que las ratas empezaron a devorarle.

En la prensa de aquella mañana…

“Dos reclusos que construían un túnel para fugarse de la Modelo, descubiertos al contraer una enfermedad que transmiten las ratas.”

“Vómitos, mareos, fiebre, hemorragias –pensó el ciudadano K-. He de hacer algo. Subiré una escalera y le diré…”

-Mire que las he visto cómo se insinúan, cómo se pasean por el parque con el rabo entre las patas. ¡Qué ratas! De insomnio, se lo digo yo. Provocando a cada instante. Sedientas, hambrientas. Focos de infección.
-Yo le digo a usted que no hay ratas en nuestro barrio, que se realizan dos campañas anuales de desratización y que usted no tiene ni idea, porque esos roedores contribuyen a mantener el equilibrio natural.
-Mire que las he visto cómo se burlan, desafiando al más listo. Con sus pelos apestosos. Al final de la ría, en el registro. Muy cerca de las parejas y de los niños. En las sombras y en las basuras. He visto sus huellas de día, su espectáculo nocturno. Las he visto.

Pero no sirvió de nada. El ciudadano K tendría que apelar al inmediato superior de aquella burocracia representada. Comenzaba para él un proceso kafkiano irreversible. La esperanza de que hubiera una inspección periódica y una preocupación manifiesta se desvanecía en los pasillos, en las entrevistas, en las miradas.

-No se puede pretender que haya un inspector de ratas en los parques –le dijo el concejal.
-No podemos eliminar las ratas allí donde haya niños –le dijo el concejal.
-Ni tampoco acordonar las zonas verdes para proceder a la desratización –le dijo el concejal.
-Además, existe un servicio permanente a disposición del ciudadano –le dijo el concejal.

Todo fueron despropósitos, inconveniencias, actitudes y prejuicios. Y el ciudadano K sintió impotencia, rabia y desilusión. La existencia de un servicio constante incapaz de tener iniciativas propias no le consolaba en absoluto. El mecanismo por el cual debería ser él quien denunciara la presencia de ratas en un barrio donde vivían tantos hombres y mujeres tampoco satisfacía su espíritu cívico. Acostumbrado como estaba a denunciar únicamente sus propias goteras, aquello era una exigencia impensable.

“¿Quién soy yo –se preguntaba el ciudadano K- para poner en funcionamiento unos servicios de limpieza y desratización que se están oxidando en el olvido? ¿Quién soy yo para protestar día tras día en este mundo de inhibición, impersonal y jerárquico?”

Cuando al ciudadano K le mordió una rata, sus preguntas metafísicas trascendieron el plano teórico. Quizá por atreverse tanto. Quizá por denunciar un vicio. Sin más armas que la lógica. Entre lo psicológico y lo físico. Aunque en realidad, el tema de las ratas se archivó en el cajón de lo innombrable, en el rincón de las fantasías. Y el ciudadano K, un héroe de leyenda, se perdió en el desatino.


 Cartel de la película “Rats (Killer Rats)” (Tibor Takács, 2003).


EL IMPERIO DE LA RATA

Devoradora de hombres, encarnación del mal, origen de enfermedades.

Rattus rattusdicen los expertos de aquellas ratas negras que habitan en los pisos superiores de las casas, lejos de la humedad.Rattus norvegicusdicen de aquellas otras grises, pardas, de cloaca o de alcantarilla-que se instalan en los sótanos y en lugares donde no les ha de faltar el agua. En cualquier caso, ratas de insomnio, reinas del vicio e imperio de la basura que el hombre se empeña en proteger actuando con negligencia. Ratas de barrio y atrevidos comensales que, con licencia municipal o sin ella, han hecho de nuestros parques ostentación de su número y han llegado incluso a asaltar nuestros portales.

En la noche, mordiéndose la cola, millones de ratas persas emigraron a Europa en ejércitos numerosos. Con ocasión de guerras napoleónicas, algunas hicieron su entrada en España y tomaron estratégicas posiciones. Desde entonces, las ratas más ladinas, perniciosas y cosmopolitas se reproducen incansablemente en todas las estaciones, diríase que siguiendo un mandato divino de creced y multiplicaos sin escrúpulos.

Cartel de la película “Las Ratas” (Antonio Giménez-Rico, 1997),
basada en la novela homónima de Miguel Delibes.

Las ratas de campo, por el contrario, se vieron humilladas y desplazadas por aquellas agresivas diosas de la fecundidad.Había llegado el momento de la verdad y el tío Ratero, respetando el celo de las ratas, se recogía en su cueva hasta el próximo otoño. El tío Ratero no podía exterminar a las ratas. En ocasiones, si la perra hacía una muestra y él observaba a la entrada de la hura cuatro yerbajos secos, la disuadía: - Está anidando, vamos. Delibes no se refería con esto a las ratas de ciudad, consecuencia de la incivilidad del hombre. Delibes defendía a la rata de la naturaleza, su razón de ser, su bien posible.

Pero los desperfectos de la rata doméstica (gris, negra) no están compensados por los pocos servicios que, en el mejor de los casos, nos podría rendir como agente biológico, complemento en la alimentación o, sólo en su variedad albina, animal de experimentación en los laboratorios. La perra se retiraba sin oponer resistencia. Entre ella, el Nini y el tío Ratero existía una tácita comprensión. Los tres sabía que destruyendo las camadas no conseguirían otra cosa que quedarse sin pan. Los estragos y destrucciones imputables a las ratas y el hecho de que las poblaciones de roedores sean depositarias de las enfermedades más peligrosas autorizan sin reservas su exterminio.

“Las ratas se reproducían cada seis semanas y de cada parto echaban cinco o seis crías. En definitiva, una camada suponía, por lo bajo, cuarenta reales que no eran cosa de desdeñar”. Pero las ratas de ciudad, ni contribuyen al equilibrio ecológico ni podrán ser nunca sustento de nadie. Y, en cualquier caso, habría que intentar mantenerlas en unos niveles mínimos, porque su voracidad, su proliferación y su resistencia a los venenos producirán siempre el efecto contrario, neutralizarán nuestros esfuerzos, sobrevivirán.

ASTUCIA EFICACIA Y SOCIABILIDAD

Es curioso, pero este animal tan pequeño -unos 30 centímetros de longitud más 20 de cola, cubierto de pelos y anillos escamosos- sorprende por su extraordinaria vitalidad y capacidad de adaptación, pese al modesto desarrollo cerebral que se le supone. El éxito biológico de esta especie debería, pues, preocuparnos. Y a un escalofrío de repugnancia añadir una convivencia intranquila y el miedo a un perverso desconocido que las galerías subterráneas esconden.

Símbolos de eficacia, las ratas tienden a proliferar en exceso. Las hembras empiezan su vida sexual a los tres o cuatro meses. Viven tres años las grises y seis años las negras. Nadan y se sumergen con la mayor facilidad. Soportan una inmersión de tres minutos. Trepan hábilmente y logran subir por las paredes más lisas. Son buenos saltadores. Sus sentidos están muy desarrollados, especialmente el oído, el olfato y el gusto.

En cuanto a sus facultades intelectuales, el experimento del investigador Dalla Torre en 1880 demostró que las ratas nacen bien dotadas, sobre todo para la astucia. Son capaces de transportar huevos sin romperlos porque trabajan perfectamente organizadas: mientras una sujeta el huevo con las patas, otra la arrastra tirando de la cola hasta la madriguera.

Cada pareja defiende vigorosamente su territorio. Si el alimento no falta, los pequeños permanecen con los padres y forman grandes familias. La rata hembra suele comportarse como una madre ejemplar, cuidando tiernamente de su prole. No así el padre, que intenta siempre devorar a sus hijos como si fuera un dios mitológico.

La rata –a pesar nuestro- es un animal sociable, que vive en colonias más o menos numerosas, donde se establece una jerarquía precisa. El orden de acceso a las fuentes de alimentación y la prioridad en los acoplamientos vienen determinados por el rango de los individuos. La estructuración y los estrechos lazos sociales que mantienen les permiten asegurar su supervivencia. Los miembros de una colonia se ayudan entre sí y se prestan asistencia en caso de peligro. Lógicamente, este género de vida comunitaria constituye una dificultad casi insuperable para la desratización.

UNA ALIMENTACIÓN EQUILIBRADA

Se calcula que existen dos o tres ratas por cada habitantes del mundo y que tres o cuatro consumen tanto alimento como un ser humano. La rata gris adulta, que al nacer pesa 5 gramos, puede llegar un día, con la bolsa de la mejilla vacía, a pesar los 700.

Su aptitud para devorar todo tipo de inmundicia les permite ocupar un puesto de honor en el orden cosmopolita. Anidan en los lugares más infectos y ensucian otros a propósito para poder vivir en ellos. Carne putrefacta de otros animales y agua pestilente podrían componer el sabroso menú de los domingos.

La obsesión de las ratas es el crecimiento continuo de sus incisivos, que deben limar de modo constante para no morir. Por eso, todo lo que no pueden devorar lo roen: las vigas, el maderamen de las casas e, incluso, los muros más gruesos. Pero, también, las plantas de los pies de algún perro despistado o el cráneo desnudo de un niño recién nacido. Tal es la desesperación de estos carnívoros endemoniados.

ORIGEN DE TODOS LOS MALES

El hombre, de una ingenuidad innata, no se ha beneficiado en absoluto de la pretendida fidelidad de esos lascivos roedores. Más bien, al contrario, las ratas causan dos tipos de perjuicio. Uno económico, por su voracidad y acción destructora –se calcula en unos 6.000 millones de pesetas de 1970 el daño económico que provocan cada año las ratas al Estado español-, y otro sanitario, al ser vectores de agentes patógenos. La influencia sobre la demografía humana al poder transmitir enfermedades son razones suficientes para tener que efectuar desratizaciones periódicas.

En la Edad Media, la rata fue la responsable de las terribles epidemias de “peste negra”, azote mortal del hombre, que era transportada en el cuerpo de las pulgas, parásitos de estos roedores. Otras enfermedades, como el “sodoku” –veneno de la rata en japonés- y la “rabia”, se transmiten por mordeduras. La “salmonellosis” puede adquirise al ingerir alimentos contaminados con orina y heces de ratas portadoras de “salmonella”. La “amebiasis” y la “teniasis”, por contaminación de los alimentos con excrementos de ratas. El “tifus exantemático murino”, a través de sus pulgas, como la peste. La “leptospirosis” o “Síndrome de Weil”, que se contrae también por ingerir alimentos o agua que hayan estado en contacto con los orines de las ratas, se presenta con síntomas de fiebre y hemorragias y puede tener consecuencias mortales.

Devoradora de hombres, encarnación del mal, origen de enfermedades. Un fenómeno apestoso en todos los sentidos, incluso entre ellas mismas: por una sustancia adhesiva que segregan sus colas cuando están infectadas, las ratas se apelotonan y se enredan para siempre.

QUE SE MUERAN DE HAMBRE

Cuando las ratas terminan por asociar la muerte de sus congéneres con la ingestión de comida envenenada. Cuando las campañas de desratización basadas en productos químicos anticoagulantes comienzan a resultar infructuosas por la resistencia cada vez mayor de las ratas a estos venenos. Quizá sea el momento de pensar seriamente en otras formas de actuación. Por ejemplo, dificultar su vida privándoles de alimento, puesto que el hambre disminuye su capacidad de proliferación, acentúa el canibalismo y provoca su huida. Por ejemplo, evitar el vertido indiscriminado de desperdicios aprovechables, construir viviendas a prueba de ratas o extremar los cuidados en los puertos. Y quizá sea el momento de soltar lechuzas, búhos, cuervos, comadrejas y perros grifones, amén de algún gato atrevido.

El efectivo global de las poblaciones de ratas y ratones sobrepasa con mucho al de todas las poblaciones humanas. Han causado más muertes entre los hombres que todas las guerras y revoluciones juntas. Y, sin embargo, la humanidad, que ha destruido estúpidamente tantas especies inofensivas, no hace nada para evitar su constante amenaza.

De seguir así, pasivos e indiferentes, y si los abusos de la caza, la utilización incontrolada de insecticidas y los trastornos de los medios naturales continúan al ritmo actual, se puede temer que estos indeseables roedores sean las últimas “bestias salvajes” que sobrevivan en el futuro.




(Una vez más, gracias, Maryola, por ayudarme a transcribir los textos)