sábado, 26 de enero de 2013

La Vía Láctea


Maternidad oval (1921-1922), de María Blanchard.
Óleo sobre lienzo. Musée d’Art Moderne de la Ville de Paris.
En la exposición temporal sobre María Blanchard del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía.  
Foto: Carmen del Puerto.

Lo de Zeus era patológico y Hera lo sabía. Pero no por ello estaba dispuesta a soportar una infidelidad más de su marido. No sólo la engañaba con otras diosas, sino también con algunas mortales, que eran seducidas por el mismísimo dios del Olimpo transformado en toro, cisne o lluvia de oro. Zeus no dudaba en experimentar indignas metamorfosis con tal de alcanzar sus propósitos y satisfacer sus deseos.

La última traición con la bella Alcmena, nieta de Perseo y Andrómeda, fue la más humillante para la diosa Hera. La reina de Micenas no había consumado el matrimonio con su esposo, Anfitrión, esperando que éste primero vengara la muerte de sus hermanos a manos de los tafios. Zeus se aprovechó de la situación y la sedujo adoptando la apariencia del marido ausente, que supuestamente regresaba victorioso tras haber cumplido la misión encomendada.


Pero el affaire con Alcmena, que actuó totalmente entregada creyendo que yacía con su marido, no se limitó a un sucinto escarceo amoroso. Zeus, más fogoso que nunca, hizo que el Sol saliera con retraso sobre su orto ordinario. Por orden divina, la luz solar permaneció tres noches sumergida bajo el Océano, permitiendo prolongar las horas de pasión de la pareja. Como resultado, Alcmena concibió al robusto Heracles, también llamado Hércules, nombre latino con que mayormente lo conocemos.


No acabó ahí la afrenta para la esposa de Zeus. Obviamente, ella nunca habría aceptado criar a los hijos que su esposo tuviera con otras mujeres. Pero Hermes, el heraldo de los dioses, sabiendo que Hércules, el último hijo mortal de Zeus, no alcanzaría los honores celestes si no mamaba leche divina, colocó al niño recién nacido bajo el seno de Hera mientras ella dormía. Cuando la diosa despertó y descubrió a Heracles succionando de su pecho, lo apartó bruscamente, aunque la leche siguió manando y esparciéndose entre las estrellas del cielo.


Hera siempre quiso vengarse de esa vejatoria evidencia de adulterio que Heracles representaba. Empezó haciendo todo lo posible por retrasar su nacimiento, de modo que otro nieto de Perseo, Euristeo, viniera antes al mundo y le arrebatara su derecho al trono de Micenas. La diosa también envió dos gigantescas serpientes a la cuna del “pequeño”, quien las estranguló con sus propias manos. Y, ya de adulto, le impuso, a través del mencionado rey micénico, los famosos “doce trabajos de Hércules”, como matar al León de Nemea, cortar las nueve cabezas de la Hidra o robar las Manzanas del Jardín de las Hespérides.


Sin embargo, Hera no pudo evitar que el héroe mitológico, con quien se reconcilió finalmente, acabara a su lado en el Olimpo, ni tampoco que la leche sobrante de amamantarle, aunque lo hiciera de forma involuntaria, diera hoy nombre poético a nuestra galaxia.




  Maternidad (1922-1923), de María Blanchard.
Óleo sobre lienzo. Colección particular, Santander.
En la exposición temporal sobre María Blanchard del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía.
Foto: Carmen del Puerto.

sábado, 19 de enero de 2013

“La echadora de cartas” de María Blanchard

 
La echadora de cartas (1924-1925), de María Blanchard.
Óleo sobre lienzo. Association des Amis du Petit Palais, Ginebra.
En la exposición temporal sobre María Blanchard del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía.
Foto: Carmen del Puerto.

La echadora de cartas (1926), de María Blanchard.
Carboncillo sobre papel. Colección Pedro Rodríguez–Ponga Eyriès.
En la exposición temporal sobre María Blanchard del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía.
Foto: Carmen del Puerto.

No sabía cómo comenzar el año 2013 en este bazar de la Retórica hasta que recordé la exposición de María Blanchard en el Reina Sofía. Tengo debilidad por las pintoras que lograron salir del injusto anonimato y del olvido. La amiga cántabra de Juan Gris y Gerardo Diego, que compartió piso en París con Diego Rivera y su primera esposa, Angelina Beloff, no lo tuvo fácil siendo mujer y, además, jorobada, miope y tullida. A su muerte en 1932, vencida por la tuberculosis, Federico García Lorca, que no la conoció en persona, le dedicó en el Ateneo de Madrid una honda elegía. Trágica y atormentada, expuesta al escarnio por una malformación congénita, fruto de una caída de su madre embarazada al bajarse de un coche de caballos, estaba dispuesta a cambiar toda su obra por un poco de belleza. Pero finalmente no lo hizo, no pactó con Mefisto y, hoy, dos de sus pinturas me inspiran. Una, ensayo de la otra, aunque no en un orden lógico, pues cabría pensar que el carboncillo precedió al óleo y no a la inversa. Dos obras que muestran su peculiar regreso a la figuración tras la experiencia cubista, aunque sin abandonar nunca la geometría. La echadora de cartas quizá nos diga algo bueno del futuro que nos espera, quizá nos anuncie alegrías en 2013, como es siempre la feliz llegada de niños al mundo, aunque vengan sin un pan bajo el brazo. (Dedicado especialmente a las recientes madres y abuelas amigas mías).