sábado, 15 de octubre de 2011

El PERFUME


Portada de una edición de la novela El Perfume, de Patrick Süskind, ilustrada con un detalle de la pintura La ninfa y el sátiro o Júpiter y Antíope (h. 1710), del pintor francés Antoine Watteau, en el Museo del Louvre (París).

Mi propósito no es hablar del escritor alemán Patrick Süskind ni de su inquietante novela. Tampoco de la película del mismo título ni de asesinos en serie. Sólo he querido rescatar del baúl de los recuerdos para el bazar de la Retórica un reportaje que escribí cuando daba mis primeros pasos en Periodismo. Aunque en él se habla en pesetas y muchas otras marcas han entrado en el mercado de la perfumería y la cosmética desde entonces, creo que su contenido mantiene cierta actualidad a pesar del tiempo.



FABRICANDO UN SUEÑO PERFUMADO

 El fabricante de perfumes, del pintor austriaco Rodolph Ernst (1854–1932).

Sobre la tierra se abrieron las flores al sol, y el hombre, sorprendido por las fragancias que exhalaban, quiso conservar su perfume y lo aprisionó. Y así, cuidadosamente alineados y ordenados sobre las estanterías de un laboratorio, el abrigo del aire y de la luz, pequeños frascos encierran hoy aromas agradables, sutiles, agresivos o francamente nauseabundos. El singular arte de la perfumería se remonta a tiempos muy antiguos, pero la joven industria del perfume es hija del siglo XX.

Griegos y romanos heredaron de los egipcios el gusto por las esencias perfumadas. Su empleo decayó con la llegada de los bárbaros, hasta que los árabes, grandes maestros de la perfumería, los volvieron a poner de moda. Desde el Renacimiento hasta nuestros días, su auge ha ido en aumento a la par que se ha ido popularizando el refinamiento de las costumbres.

Cuando el florentino Tombarelli cambia los guantes por el aroma de las flores y se convierte en el perfumista alquimista de Catalina de Médicis, Francia sueña con incorporar los perfumes a su imperio. Más tarde, el emperador Napoleón I se hace friccionar todas las mañanas con “agua de colonia”. Desde entonces, el perfume permanece bajo dominio francés.

Necesariamente, la industria del perfume debe desarrollar el cultivo de las flores. Las sustancias aromáticas utilizadas en la preparación de perfumes de origen vegetal pueden contener sus esencias en todos los órganos de la planta (lavanda, tomillo, menta), únicamente en sus flores (rosa, jazmín), en las hojas (violeta), en las raíces (lirio), en la corteza del fruto (cítricos) o en su resina (benjuí).

Algunas flores como la rosa entregan fácilmente su aroma y basta un proceso de destilación o arrastre con vapor de agua para obtener los aceites esenciales. El nardo, en cambio, se resiste a ser despojado de sus tesoros y se precisa del método de absorción o enfloración en frío para extraer su aroma. La flor de azahar se puede tratar mediante maceración o enfloración en caliente. Pero es la extracción con disolventes volátiles el procedimiento más eficaz, pues se puede aplicar a casi todas las flores.

Pero el reino de las plantas no es el único que protagoniza este sueño perfumado. Junto con los pétalos aparecen las secreciones de algunos animales, que se utilizan en perfumería como fijadores y tonalizadores. El almizcle, por ejemplo, la sustancia más aromática que existe, se obtiene de la secreción genital de una cabritilla del Himalaya; el castóreo procede de la secreción prepucial del castor del Canadá; la algalia o civeto, de la excitación de un gato salvaje de Abisinia; y el ámbar gris, por último, antiguamente utilizado como afrodisíaco, es una concreción intestinal del cachalote.

El mundo de la perfumería realmente se presenta complejo y paradójico porque al lado de nombres tan exóticos como ilang-ilang, osmantus o vetiver, figuran otros menos poéticos como éter de petróleo, bencina o tolueno; porque lo que debería haberse utilizado como un artículo higiénico ha sido y es un símbolo de elegancia; y porque en torno al perfume no todo huele bien: los fraudes a veces enrarecen la atmósfera.


UNA ROSA LLAMADA “CLORURO DE BENCILO”

Pot Pourri (1897), del pintor inglés Herbert James Draper, en la Tate Gallery de Londres.

“Era un jardín sonriente.
Era una tranquila fuente de cristal.
Era a su borde asomada
una rosa inmaculada
de un rosal.”

Pero hoy, con el descubrimiento de los perfumes artificiales, el cloruro de bencilo sustituye a la esencia de rosa. Naturaleza y química compiten; y sus aliados, franceses y americanos, también.

Unas 3.000 hectáreas de rosas, jazmines, mimosas y tantas otras flores, hacen de la Costa Azul un vasto jardín donde se recogen cada año más de 20.000 toneladas de flores. Prestigio, precios elevados y distribución exclusiva son las armas con que Francia se defiende. Pero las “flores de laboratorio” resultan a veces más poderosas. Los franceses no pueden como los americanos gastar millones en publicidad y promoción.

La perspectiva de beneficios que deja la perfumería hace que la competencia en el mercado sea cada vez mayor y que la industria del perfume yanqui no constituya la única amenaza de la supremacía francesa. Italianos, árabes y japoneses se van abriendo camino en el mundo del perfume. Incluso España cuenta con importantes firmas (Myrurgia, la Toja, Gal, Puig…), aunque en nuestras tiendas las empresas norteamericanas figuran en primer lugar.

El momento actual, se presenta, pues, difícil para Francia. Los perfumes líderes siguen girando alrededor de “Nº5”, “Shalimar”, “Arpège”, “Joy”, “Femme”, “Ma griffe”, “Miss Dior”, y “Madame Rochas”; todos ellos de nacionalidad francesa, pero creados entre 1921 y 1947. Por eso, la oportunidad americana es modernizar el perfume; su reacción no se hace esperar y nace un “Norell” para la mujer activa y liberada. Sin embargo, París, como en los años treinta, es sinónimo de perfume; y todos sabemos que “Made in France” siempre da prestigio.


DE PROFESIÓN: “NARIZ”

El sultán Mehmet II oliendo una rosa, de Sinan Bey, pintura otomana del siglo XV extraída del Album Saray conservado en Estambul.

“El perfume es la música del cuerpo”, y el compositor, alguien que hace de su olfato su mejor instrumento de trabajo. De ahí que la particular profesión de este hombre sea “nariz”, o “nez” en la lengua de los perfumes franceses.

Para inventar delicados aromas, un “nez” necesita estar dotado de una imaginación creativa inagotable y de una memoria olfativa extraordinaria. Su olfato y su talento guían efectivamente al creador de perfumes.

Es imprescindible, además, que aprenda a conocer las materias primas (naturales y sintéticas), pues deberá disponer de ellas para “componer un perfume”. Tendrá que distinguir no sólo la rosa del jazmín, sino, también, la rosa de mayo de la rosa de té, por ejemplo.

Un “nez” o “nariz” es un artista, no un científico. Su trabajo no consiste en hacer mezclas y respirar sus vapores en medio de alambiques y vestido con bata blanca, sino en imaginar la composición de la fórmula del futuro perfume. En el laboratorio se hará realidad lo que el “nez” ideó sobre un papel y, luego, él olerá el resultado. Si no fuera satisfactorio, se procederá a retirar o añadir productos, a modificar proporciones: los ensayos suceden a los ensayos, hasta obtener el perfume deseado.

Por último, este singular personaje deberá conocer la demanda del público y prever la moda: saber, por ejemplo, que los jóvenes prefieren los perfumes frescos y ligeros como “Shalimar” y que la tendencia de los años venideros combinan las notas orientales con los conceptos de feminidad y lujo, como el polémico “Opium”.

El perfumista, “nariz” o “nez” no suele hacerse famoso, a pesar de que un perfume es, simplemente, el capricho de su fantasía.


UN LUJO PROHIBIDO

Judit y Holofernes (1599), del pintor italiano Michelangelo Merisi da Caravaggio, en la Galería Nacional de Arte Antiguo de Roma.

Como en un cuento de hadas, el secreto de un perfume se guarda celosamente en un cofre cerrado con llave. Protegidas de este modo, las preciadas fórmulas, de las miradas indiscretas, los perfumes jamás tienen posibilidad de copiarse los unos de los otros. El misterio en torno a los olores continúa, aunque los perfumes ya no se empleen en las ceremonias religiosas ni para embalsar a los muertos.

Los egipcios quemaban maderas perfumadas ante el altar de sus dioses para que estos se volvieran propicios y la presencia de las divinidades griegas se anunciaba por un olor de ambrosía. Lógicamente, el uso de las esencias sagradas estaba prohibido a los profanos y a los plebeyos, aunque el pueblo disponía de otros aromas “más económicos”.

Pasados muchos siglos, un buen perfume sigue siendo un artículo de lujo y, como tal, no accesible a todos los públicos. Un litro de la esencia más cara del momento, “First” de Van Cleef & Arpels (París), cuesta alrededor del cuarto de millón de pesetas, de cuya cantidad el Estado y los detallistas se embolsan los dos tercios. Se paga, además, la publicidad, el envase (que tiende a ser tan sofisticado como el mismo perfume) y, sobre todo, el “Made in France”. Alguien dijo hace mucho que el uso de los perfumes brindaba al hombre uno de los placeres mas lícitos. Pero olvidó añadir que también le brindaba uno de los más caros.

Además de rodearse de misterio, de dioses y de lujo, asociamos el perfume con cierta dosis de erotismo. En la era cristiana, los Padres de la Iglesia consideraron que los perfumes incitaban a la concupiscencia y censuraron su uso. Y todo ello, quizá, porque Judith se presentó a Holofernes perfumada con esencia de sándalo, o porque Marilyn Monroe dormía con un  camisón vaporoso llamado Chanel “Nº5”.



Marilyn Monroe, fotografiada por Bert Stern en 1962. Museo de Arte de Brooklyn (Nueva York).
A la derecha, envase de la colonia Chanel Nº5.



(Gracias, Maryola, por ayudarme a “recuperar” este texto, que no existía digitalmente)

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