sábado, 10 de septiembre de 2011

UNA ESTRELLA DE CINE


Cuento de divulgación científica.

 Tapiz en el Powerhouse Museum de Sidney (Australia).
Foto: Carmen del Puerto.

El Sol era una estrella de cine. Cuando actuaba, eclipsaba a las demás estrellas, resignadas a hacer papeles secundarios y a trabajar en locales nocturnos. De mediana edad, estaba en el mejor momento de su vida y mantenía una relación muy íntima con uno de sus planetas, llamado Tierra. Sus habitantes la adoraban de una u otra forma, desde playas o pirámides. Aunque también le atribuían los fríos inviernos de algunas épocas y había quien la acusaba del cambio climático, una película de catástrofes producida en aquel mundo.

Sus espectáculos cubrían todos los géneros: desde amaneceres y ocasos a auroras boreales causadas por sus vientos, a los cuales también se debía la cola de los cometas, o eclipses, con los astros jugando al escondite. Aquella estrella de barrio, de los arrabales de la galaxia, sabía cómo ser el centro de atención. Los paparazzi usaban telescopios e, incluso, los más osados, satélites, que se acercaban a hacerle fotos, algunas de calendario.

Como señalaban sus mejores biógrafos, en ocasiones también era un astro furioso, cólera que transformaba en violentas erupciones. Entonces, la Tierra temblaba.... Ya un filósofo griego había advertido las manchas de su superficie, que lejos de ser imperfecciones en su rostro, revelaban el rubor de una estrella llena de vida y actividad, de un magnetismo irresistible. Con el tiempo descubrimos su furor uterino, sus vibraciones más íntimas.

Aunque no era supersticiosa, sabía de su destino final, no como una espectacular supernova, sino como una modesta nebulosa planetaria. Sólo quedaría de ella una enana blanca de gran densidad rodeada de una bella nube, recuerdo del glamour de su estrellato. Pero ese momento aún no había llegado.

Un día, en la Tierra, a alguien se le ocurrió hacerle un homenaje. Una de las consignas más repetidas: “Por toda una vida interpretando un papel estelar único”. Y aunque ya muchos sabían de ella, la historia sirvió para conocerla, personalmente, un poco mejor.

Esa estrella de cine era la estrella de mis abuelos. Es mi estrella. Y será la estrella de los descendientes de mis hijos, hasta el día en que su ardiente corazón deje de latir, dentro de 4.500 millones de años. Aunque si ese fuego se apagara antes, la noticia nos llegaría con ocho minutos de retraso inexorablemente.

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