domingo, 8 de julio de 2012

CULTURAS AMERICANAS: Los rasgos “etíopes” de las cabezas olmecas


Fragmento de una pintura mural en el Museo de Sitio de Teotihuacán (México), con algunos elementos de la iconografía olmeca (cabeza colosal, hombre jaguar…).
Foto: Carmen del Puerto.

No es que fueran macrocefálicos, pero los olmecas –para muchos la cultura madre de la civilización mesoamericana- sí esculpieron cabezas colosales hace 3.000 años, en la región del Golfo de México. Nadie sabe, sin embargo, cómo transportaron esas moles de basalto o andesita de unas 70 toneladas de peso y más de tres metros de altura, desde las montañas de Chiltepec o desde los macizos de los Tuxtlas hasta donde fueron halladas.

El famoso psiquiatra y parapsicólogo Fernando Jiménez del Oso, muy dado a especulaciones esotéricas, como los de mi generación tuvimos ocasión de comprobar por los documentales que presentaba en televisión, insistía en las facciones negroides de estas cabezas monumentales. Lo hacía en “Los hombres jaguar”, uno de los episodios de la serie “El Otro México”. Compartía la impresión del explorador mexicano José María Melgar cuando en 1862 informó del hallazgo fortuito de la primera cabeza en la hacienda de Hueyapan, en el estado de Veracruz. Para el mexicano, que andaba buscando petróleo en la zona, aquellos “retratos” representaban el tipo “etíope” y evidenciaban que hubo negros en su país “en las primeras edades del mundo”.

Las cabezas olmecas de hombres cubiertos con un casco hasta las orejas, de narices anchas y aplanadas y labios gruesos, podrían representar dioses, dinastías o sacerdotes. Pero, según el antropólogo José Alcina Franch, estos rostros no eran divinidades, sino “cabezas de linaje” o de “antepasados”, lo que estaría justificado tratándose de una sociedad organizada políticamente como una “jefatura”. (ALCINA FRANCH, José. Las culturas precolombinas de América. p. 36.).

¿Hubo presencia de africanos en América antes del descubrimiento oficial de este territorio? Hasta hoy, no se ha documentado arqueológicamente esa supuesta conexión previa entre el continente americano y el africano que Jiménez del Oso, ayudado de su carisma, sus dotes de comunicador y su modulada voz, nos inducía a ver en las imágenes documentales. Pero el amante de los misterios se delataba al invitarnos a los espectadores a juzgar por nosotros mismos, atribuyéndonos así una autoridad magistrada y negando a la Ciencia su capacidad para estudiar el pasado.

Aun tendenciosos, poco rigurosos, especulativos y ajenos al método científico, reconozco los valores literarios de los documentales de Jiménez del Oso, sobre todo cuando hablaba de que un día los olmecas aparecieron “como un vendaval desestabilizador” y que los restos de su cultura eran “el testimonio grabado en piedra de una civilización desconocida y extraña y diferente a cualquier otra en el mundo, ajena a los conceptos estéticos de ese lugar de América y de cualquier lugar de este planeta, original, absurda, inquietante, escapando del concepto que hasta entonces se tenía del pasado de México, rompiendo todos los esquemas arqueológicos”. Y más literario aún cuando criticaba la industrialización del entorno: “Donde en otro tiempo hubo aroma de copán [incienso mexicano] encendido, hoy se expande el humo de una refinería. Donde antes reinó el silencio, se oye ahora el ronco ruido de los aviones”, pues una pista de aterrizaje parte en dos La Venta, el centro más importante de la cultura olmeca.

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