Fragmento
de una pintura mural en el Museo de Sitio de Teotihuacán (México), con algunos
elementos de la iconografía olmeca (cabeza colosal, hombre jaguar…).
Foto:
Carmen del Puerto.
No es que fueran
macrocefálicos, pero los olmecas –para muchos la cultura madre de la
civilización mesoamericana- sí esculpieron cabezas colosales hace 3.000 años,
en la región del Golfo de México. Nadie sabe, sin embargo, cómo transportaron esas
moles de basalto o andesita de unas 70 toneladas de peso y más de tres metros
de altura, desde las montañas de Chiltepec o desde los macizos de los Tuxtlas hasta
donde fueron halladas.
El famoso psiquiatra
y parapsicólogo Fernando Jiménez del Oso, muy dado a especulaciones esotéricas,
como los de mi generación tuvimos ocasión de comprobar por los documentales que
presentaba en televisión, insistía en las facciones negroides de estas cabezas
monumentales. Lo hacía en “Los hombres jaguar”, uno de los episodios de la serie
“El Otro México”. Compartía la impresión del explorador mexicano José María
Melgar cuando en 1862 informó del hallazgo fortuito de la primera cabeza en la
hacienda de Hueyapan, en el estado de Veracruz. Para el mexicano, que andaba
buscando petróleo en la zona, aquellos “retratos” representaban el tipo
“etíope” y evidenciaban que hubo negros en su país “en las primeras edades del
mundo”.
Las cabezas olmecas de
hombres cubiertos con un casco hasta las orejas, de narices anchas y aplanadas
y labios gruesos, podrían representar dioses, dinastías o sacerdotes. Pero, según
el antropólogo José Alcina Franch, estos rostros no eran divinidades, sino “cabezas
de linaje” o de “antepasados”, lo que estaría justificado tratándose de una
sociedad organizada políticamente como una “jefatura”. (ALCINA FRANCH,
José. Las culturas precolombinas de
América. p. 36.).
¿Hubo presencia de
africanos en América antes del descubrimiento oficial de este territorio? Hasta
hoy, no se ha documentado arqueológicamente esa supuesta conexión previa entre
el continente americano y el africano que Jiménez del Oso, ayudado de su carisma,
sus dotes de comunicador y su modulada voz, nos inducía a ver en las imágenes documentales.
Pero el amante de los misterios se delataba al invitarnos a los espectadores a
juzgar por nosotros mismos, atribuyéndonos así una autoridad magistrada y
negando a la Ciencia su capacidad para estudiar el pasado.
Aun tendenciosos, poco
rigurosos, especulativos y ajenos al método científico, reconozco los valores
literarios de los documentales de Jiménez del Oso, sobre todo cuando hablaba de
que un día los olmecas aparecieron “como un vendaval desestabilizador” y que
los restos de su cultura eran “el testimonio grabado en piedra de una
civilización desconocida y extraña y diferente a cualquier otra en el mundo,
ajena a los conceptos estéticos de ese lugar de América y de cualquier lugar de
este planeta, original, absurda, inquietante, escapando del concepto que hasta
entonces se tenía del pasado de México, rompiendo todos los esquemas
arqueológicos”. Y más literario aún cuando criticaba la industrialización del
entorno: “Donde en otro tiempo hubo aroma de copán [incienso mexicano]
encendido, hoy se expande el humo de una refinería. Donde antes reinó el
silencio, se oye ahora el ronco ruido de los aviones”, pues una pista de
aterrizaje parte en dos La Venta, el centro más importante de la cultura
olmeca.
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