Pintura
mural de jaguar en el Palacio de los Jaguares de Teotihuacán (México).
Foto:
Carmen del Puerto.
Los olmecas
(“habitantes del país del caucho”) se establecieron entre el 1.500 y el 400
a.e. (Preclásico Medio) en la zona sur del estado de Veracruz y al oeste del de
Tabasco, en la región del istmo de Tehuantepec, la zona más angosta de México
entre el Océano Pacífico y el Océano Atlántico. El desarrollo de
su cultura resume todos los desarrollos culturales de los mesoamericanos de
aquel tiempo, cuyos principales sitios fueron San Lorenzo, La Venta, Laguna de
los Cerros y Tres Zapotes, ubicados
en la llanura costera del Golfo de México. Cuando llegaron los españoles, estos
centros estaban destruidos o abandonados, y cubiertos por una espesa
vegetación. La naturaleza tampoco permitió conservar restos humanos.
Pero el arte olmeca
nos ofrece una gran variedad de estilos y rasgos fisonómicos, desde personas en
típicas actitudes convencionales a la representación de seres sobrenaturales. Jugadores
de pelota, acróbatas, enanos, animales de la fauna local y, sobre todo, seres
humanos con rasgos de jaguar, tal vez la expresión artística de un viejo mito
distribuido en las tierras bajas mexicanas que hace descender a la especie
humana de la unión de una mujer y un jaguar.
Al margen de las colosales cabezas –comentadas en
otra entrada de este blog- una categoría del arte olmeca corresponde, por
tanto, a las imágenes del jaguar, pues representaban quizá el animal totémico
de esta cultura. Bajo este grupo se incluyen las imágenes de baby-face, o
“caras de niño”, con su cabeza alargada (producto de la deformación craneal) y
rapada, sus ojos oblicuos, sus cejas hirsutas, sus labios en estilo felino con
las comisuras hacia abajo, desdentados, o sin colmillos, pues serían jaguares
humanizados. Según el artista e investigador mexicano Miguel Covarrubias, el
pueblo olmeca veneraba al jaguar como un dios de la lluvia, Tláloc, ancestro de
todos los dioses de la lluvia en Mesoamérica. Su identificación con este dios,
rodeado de Xipe, una serpiente de fuego, un Quetzalcóatl y un dios de la
muerte, condujo a la de muchas otras deidades, y a la impresión de que un
panteón de dioses mexicas ya existía entre los olmecas. Por tanto, según
Covarrubias y muchos especialistas, ya había en Mesoamérica, antes de la
aparición del estilo olmeca, una serie coherente de creencias compartidas sobre
la estructura del cosmos y la existencia de deidades y ritos relacionados con
ellas, que no cambiaron hasta la llegada de los españoles.
Una segunda categoría del arte olmeca son las representaciones
humanas de sí mismos o basadas en una estética peculiar derivada de individuos
bajos y orondos, tipo eunucos, con cabezas rasuradas y artificialmente
alargadas en forma de pera, de grandes abdómenes, sedentes, con piernas cortas
y cruzadas. Tienen la nariz chata, el tabique perforado, cuellos carnosos,
poderosas mandíbulas, ojos mongoloides o con estrechas hendiduras entre
párpados hinchados. Entre ellos prevalece una fuerte influencia felina unida a
un carácter y a una expresión infantil en la cara. Su rasgo más característico
es la enorme boca en forma de trapecio, que los arqueólogos conocen con el
nombre de “boca de jaguar”, con comisuras caídas.
El jaguar era un símbolo predominante y sus
atributos aparecen mezclados con los humanos en una combinación de aspecto
feroz. Esa mezcla de atributos se resume con frecuencia en la boca, de labios
gruesos, y en un gesto de gruñido. La misma fusión de hombre y jaguar que
plasmó en sus bajorrelieves otra cultura lejana, contemporánea de la olmeca,
allá en los Andes, en Chavín de Huántar. Las dos culturas adoraban al jaguar,
que tal vez era la expresión del Sol en su tránsito nocturno o la expresión de
un concepto más espiritual, como explicaba Jiménez del Oso en el documental
“Los hombres jaguar” (ver la entrada “Los rasgos etíopes de las cabezas
olmecas”). El jaguar de los olmecas inundó Mesoamérica, perpetuándose en todas
las culturas posteriores, aunque su valor simbólico fuera alterándose debido a
otras influencias religiosas, conviviendo o adaptándose a la iconografía propia
de los dioses locales, como los otros símbolos que caracterizaron las viejas
religiones mexicanas, la serpiente y el águila, también presentes en la cultura
olmeca.
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