La Pisseuse (“Mujer orinando”) (1965), de Pablo Picasso,
en
el Centro George Pompidou, de París.
Foto:
Carmen del Puerto.
Porque
es Picasso, que, si no, no asumiríamos fácilmente como acreditada obra de arte contemporáneo
esta escena escatológica no precisamente religiosa. También se lo consintieron
a Rembrandt y a Gauguin, entre otros. Hoy, libertades y desinhibiciones que
muchos estiman políticamente incorrectas.
Pero
veamos las propiedades de la orina, esa “agüita amarilla” de la canción de los
Toreros Muertos, secretada por los riñones y expulsada por la uretra.
Hace
tiempo escribí en un reportaje sobre criaderos de dorada que la inducción a la
puesta de huevos se realizaba mediante la inyección de hormonas sexuales a los
animales previamente anestesiados. Estas hormonas procedían de la orina de mujeres
embarazadas o de hipófisis de otros peces, como el atún.
El
bueno de Azarías de Los Santos Inocentes,
interpretado por un magnífico Paco Rabal en la película de Mario Camus basada en
la novela de Miguel Delibes, se orinaba en las manos “para que no se le
agrietaran”. Quizá no fuera tan tonto como parecía, o al menos eso piensan los
que practican la Uroterapia, que hasta proponen beber tu propia orina en pequeñas cantidades
para el tratamiento de algunas enfermedades.
La
orina ha resultado muy cinematográfica, como la memorable escena sadomasoquista
entre Alaska y Eva Siva, en presencia de la espléndida Carmen Maura, en Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón. Cosas
de Almodóvar y de la movida madrileña.
Y yo
sé de algunos que salieron de un aprieto en medio de la selva, al anochecer y rodeados
de animales salvajes, llenando con sus propios orines el radiador sin agua del
vehículo que les transportaba.
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