Rinoceronte
blanco de Omaruru (Namibia).
Foto:
Carmen del Puerto.
Mi
querido rinoceronte blanco:
Sé
que no quieres oír lo que tengo que decirte y que, por eso, desconsiderado, me
das “la espalda”. Con esa actitud demuestras tener muy mala educación. Unas
clases de etiqueta y protocolo no te vendrían mal. Pero, no importa, no pienso
callarme. Y te soltaré mi monserga pese a tu grosera actitud.
¿Cómo
te dejas humillar de esta manera? Tú, uno de los “Big Five” de la sabana, con
el león, el elefante, el búfalo y el leopardo… Esta mañana, cuando te vi por
primera vez entre los árboles, acompañado de tu real hembra, parecías más
bravo, temí tu peligrosa cornada. Pero, ahora, cuando el sol empieza ocultarse
y como si un muecín hubiera llamado a la oración, te presentas domesticado y
sumiso, como las cebras, a que te den de comer en este parque zoológico. No
puedo entenderlo. ¡Qué gran decepción, amigo! ¡Lo que yo había idealizado tu
fiereza, tu poderío! Así que, aunque seas una especie en extinción o precisamente por eso mismo, prefiero
verte salvaje o no verte, que para eso están los documentales de La 2. Ya me
dirás qué sentido tiene esta señal. Parece una burla.
Señal
en una reserva animal de Omaruru (Namibia).
Foto:
Carmen del Puerto.
Y, por cierto, que
sepas que te diferencias del rinoceronte negro no por el color, sino por tu
labio, recto y ancho. Los primeros colonos holandeses en África austral te
llamaron widje (“ancho”). Pero, posteriormente, cuando llegaron los
ingleses a Ciudad del Cabo, éstos creyeron entender que te llamaban white
(“blanco” en inglés), de pronunciación similar a la palabra holandesa. Y te
quedaste con el adjetivo. Así que no presumas de ario, que ya lo hicieron antes
alemanes, australianos y sudafricanos, entre otros, para vergüenza de la
humanidad.
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