Aparcamiento de bicis a la puerta del balneario de Széchenyi, en Budapest (Hungría).
Foto: Carmen del Puerto.
Foto: Carmen del Puerto.
Dejé la bicicleta sola, aparcada en la nieve, a la puerta del balneario de Széchenyi. Me despedí de ella con la promesa de regresar en breve. Sólo pensaba curiosear por aquel elegante recinto neobarroco de color amarillo y con nombre del conde húngaro que luchó contra Napoleón. Había oído historias fabulosas de aquellos baños de aguas termales y medicinales de la capital de Hungría. No pensaba traspasar el hall de entrada. Pero en cuanto me asomé por las cristaleras y vi los lujosos mosaicos, estatuas, escalinatas, cúpulas y columnatas del edificio, me vi pagando la entrada de 3.000 florines, dejando mi ropa en una taquilla del vestuario y equipándome con traje de baño y toalla.
Afuera me esperaban 15 piscinas, tres de ellas grandes al aire libre ocupando el patio interior, con agua templada, caliente y fría. Pero para acceder a ellas había que salir a la intemperie, con un entorno nevado y una temperatura de 10 grados bajo cero. Obviamente, no me atrevía pensando que, con mi escaso bikini, me congelaría en cuestión de segundos. Pero se trataba de muy pocos metros, los que separaban el umbral de las puertas de los vestuarios y el borde de las piscinas. Finalmente, me di un impulso, corrí, dejé la toalla en un banco cubierto de nieve y me lancé al agua, que increíblemente estaba a 38 grados centígrados. Mi aterido cuerpo se calentó de inmediato. A continuación, se accionó un remolino espiral en el agua que a toda velocidad lanzaba a los bañistas contra las paredes y les hacía chocar unos con otros, como en una atracción de feria, provocándonos a todos risas incontroladas. Una vez liberada tanta adrenalina, tableros flotantes de ajedrez me invitaban a jugar con los locales de aquella fascinante ciudad de la Europa del Este.
Tras la divertida vorágine, de nuevo hice frente a la intemperie para probar saunas, salas de masajes y las 12 pequeñas piscinas cubiertas, con aguas ricas en azufre, magnesio o calcio, de reconocidos efectos terapéuticos. Algunas –decían los termómetros- a 77 grados centígrados, con aguas termales procedentes de pozos a 900 metros de profundidad que fueron perforados en el siglo XIX.
En aquellos asombrosos baños perdí la noción del tiempo. Cuando salí varias horas después, entrada la noche, la bicicleta ya no estaba. Quizá se cansó de esperarme y se fue con otro. Quizá se murió de frío. Y yo sentí el escalofrío que producen los remordimientos.
Afuera me esperaban 15 piscinas, tres de ellas grandes al aire libre ocupando el patio interior, con agua templada, caliente y fría. Pero para acceder a ellas había que salir a la intemperie, con un entorno nevado y una temperatura de 10 grados bajo cero. Obviamente, no me atrevía pensando que, con mi escaso bikini, me congelaría en cuestión de segundos. Pero se trataba de muy pocos metros, los que separaban el umbral de las puertas de los vestuarios y el borde de las piscinas. Finalmente, me di un impulso, corrí, dejé la toalla en un banco cubierto de nieve y me lancé al agua, que increíblemente estaba a 38 grados centígrados. Mi aterido cuerpo se calentó de inmediato. A continuación, se accionó un remolino espiral en el agua que a toda velocidad lanzaba a los bañistas contra las paredes y les hacía chocar unos con otros, como en una atracción de feria, provocándonos a todos risas incontroladas. Una vez liberada tanta adrenalina, tableros flotantes de ajedrez me invitaban a jugar con los locales de aquella fascinante ciudad de la Europa del Este.
Tras la divertida vorágine, de nuevo hice frente a la intemperie para probar saunas, salas de masajes y las 12 pequeñas piscinas cubiertas, con aguas ricas en azufre, magnesio o calcio, de reconocidos efectos terapéuticos. Algunas –decían los termómetros- a 77 grados centígrados, con aguas termales procedentes de pozos a 900 metros de profundidad que fueron perforados en el siglo XIX.
En aquellos asombrosos baños perdí la noción del tiempo. Cuando salí varias horas después, entrada la noche, la bicicleta ya no estaba. Quizá se cansó de esperarme y se fue con otro. Quizá se murió de frío. Y yo sentí el escalofrío que producen los remordimientos.
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