Panorámica de Venecia, la ciudad de elegantes enmascarados.
Foto: Carmen del Puerto.
CRÓNICA DE CARNAVALES
Allí todas las pasiones se daban cita. Unas por su altura y otras por su mala reputación. Pero renombradas o populares, castas o impuras, era la noche un disfraz.
Allí estábamos, cansados de rutina, de vernos siempre la misma expresión de fatiga en el rostro, escondidos tras un antifaz de fantasía, recuperando tradiciones que antaño marcaban el paso del tiempo.
Don Carnal y doña Cuaresma en lucha. Venció lo afrodisíaco, lo digestivo y lo sensual. Y allí, enfundados en nuestras capas, lo comprendimos. El duelo entre buenas y malas costumbres, favoreciendo una vez más al dios del vino, del buen comer y de la orgía.
Allí todo estaba permitido: la sátira al vecino y al orden impuesto, la alternancia de papeles, la máscara, el desenfreno, la voluptuosidad. Pero, pese al demonio, todo fue como Dios manda: baile y alegría hasta el amanecer. Ni saturnales ni conjuras mezquinas, sino costumbres paganas tan arraigadas en el espíritu de los pueblos que hasta los Padres de la Iglesia se vieron obligados a respetarlas en el pasado. “Carnestolendas”, a veces también prohibidas.
Pero no nos engañemos, aquello terminó un miércoles de ceniza. La Cuaresma se vengó de nuestra frivolidad y, con desconsuelo, enterramos a la sardina para no faltar a la costumbre. Se impuso el arrepentimiento y nos mudamos del pecado a la penitencia, del empacho al ayuno. Desvanecida la fiebre común de los carnavales, ya sólo quedó la esperanza de los que vendrán. Y, en la memoria, un baile de máscaras porque, una vez más, fue la noche un disfraz.
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