El Halászbástya o Bastión de los Pescadores, en la
colina de la orilla oeste del Danubio (Budapest, Hungría).
Foto: Carmen del Puerto.
Foto: Carmen del Puerto.
Nevaba y Martina no podía salir de palacio por
orden de su madre, la Reina. Un castigo cruel para su espíritu inquieto. Y todo
por un simple resfriado. Los hijos de los súbditos reales estarían lanzándose bolas
de nieve y haciendo muñecos con nariz de zanahoria y sombrero, mientras ella
permanecía, por ser la heredera de aquel reino, solitaria y encerrada entre murallas
y torreones.
Martina no quería ser princesa. ¿Quién había
decidido por ella? ¿Por qué no le preguntaron si aspiraba al trono? Ya nadie la
llamaba por su nombre, sino “Alteza”. Debía comportarse como una elegante dama,
medir sus palabras y vestir trajes ampulosos. No podía hartarse de golosinas, ni
tocar la comida con los dedos, ni apoyar los codos en la mesa. Pero lo que más
odiaba era tener que aprender tanta cursilería de manual, que sus instructores
llamaban “protocolo”, y esperar ansiosa a que un príncipe de sangre azul la
desposara algún día.
Sus lágrimas incoercibles la ahogaron en un sueño
profundo. Y soñó que viajaba a otro país, lejano y cálido, donde nadie la
reverenciaba al verla, donde los niños sonrientes y medio desnudos jugaban con su
imaginación y comían con las manos. Allí, el sol habría derretido a los muñecos
de nieve, pero en su lugar la arcilla roja y los baobabs brindaban infinitas posibilidades.
La niña era muy feliz en aquella república africana, hasta que un día…
Martina despertó y en seguida notó algo extraño a
su alrededor. Aquellas no eran las lujosas dependencias de palacio que tanto la
oprimían, no había celosos guardias reales custodiando la puerta ni herrumbrosos
cerrojos de seguridad que impidieran el paso. Le embargó la alegría perdida, la
felicidad soñada. Y, entonces, con gorro, guantes y bufanda, salió del cuento.
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