Estatua de la diosa Diana Cazadora en el templo de
Apolo de Pompeya.
Foto: Carmen del Puerto.
¿Miraba la diosa
Diana Cazadora al Vesubio? ¿Dónde olvidó el arco y las flechas? ¿Habría
entregado por fin su virginidad a algún mortal en aquella hedonista Pompeya? El
caso es que ni ella, protectora de la naturaleza, ni su hermano gemelo Apolo,
una deidad profética, pudieron evitar la furia del
interior de la Tierra, la cólera del volcán. ¡Ay, diosa de la castidad! ¡La Ártemis griega! Quizá
fuiste castigada por enamorarte del hermoso pastor Endimión, a quien besabas
mientras dormía. Tú, diosa de la Luna, que habiendo sido testigo de los dolores
de parto de tu madre Latona juraste mantenerte pura y no ceder al deseo de ningún hombre. Todos sabían de tu resentimiento y crueles venganzas. No perdonaste
al cazador Acteón que te viera bañándote desnuda junto a tus ninfas: le
convertiste en venado e hiciste que sus perros lo devoraran. Con tus flechas causaste
la muerte de Orión, otro célebre cazador, por razones aún no esclarecidas, aunque
se apuntan celos y recelos. Y también de la muerte, tras convertirla en osa, de Calisto, la más bella de tu cortejo, por
quedarse encinta pese a sus votos. ¡Pobre Diana! También a ti te cubrieron las
cenizas.
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