Medea (1868), de Henri
Klagmann, en el Museo de Bellas Artes de Nancy (Francia).
No
todas las madres son buenas. Las hay malas malísimas, y no me refiero a la
madrastra de Blancanieves. Eurípides de Salamina nos ofreció un claro ejemplo. Medea
es, quizá, el personaje femenino con mayor personalidad y sabiduría de la
tragedia griega. Expresa el odio que la mujer despechada concibe contra su
marido y nos hace reflexionar sobre la condición de la mujer, sometida al
hombre, en la Grecia
Antigua. Pero su venganza de Jasón, el héroe del Vellocino de Oro, que la
abandona por otra mujer, traspasó los límites de lo admisible. Medea dio muerte
a sus propios hijos, a pesar del amor que sentía por ellos.
Emma
Bovary, de reconocida fama gracias a la creativa sensibilidad del novelista
francés Gustave Flaubert, era una mujer casada insatisfecha que perseguía desesperadamente
un ideal de amor y reivindicaba su derecho al placer. A los ojos del mundo, no era
una buena madre, desilusionada por no haber tenido un varón, sino una niña
–Berta-, que siempre estaría discriminada por la sociedad, como correspondía a
las mujeres de la época, y que ya era huérfana antes de que su madre se
suicidara.
Con
ella llegó el escándalo a los escenarios nórdicos en las postrimerías del siglo
XIX. Nora Helmer tenía claro que como mujer debía ser una abnegada esposa y
madre. Y a ello se aplicó hasta que un día descubrió que simplemente era un
juguete más en aquella “Casa de muñecas” donde vivía y que tenía a un cretino
por marido al que ya no amaba. No sólo abandonó a Torvaldo, también a su prole
con un argumento demoledor, hoy bandera del feminismo: una mujer no puede
educar bien a sus hijos si antes no se educa a sí misma. El dramaturgo noruego
Henrik Ibsen se atrevió a escribir esta historia con un final que para muchos
dinamitaba los cimientos de la familia, aunque por eso mismo tuvo que cambiar
el desenlace cuando la obra se estrenó en Alemania.
Hasta aquí, madres asesinas, lujuriosas y egoístas… Así fueron tildadas estas
mujeres de la ficción, muy diferentes de otras madres autoritarias y opresoras,
como la Bernarda Alba de la España profunda que nos regaló Federico García
Lorca. Pero no todas las “malas madres” pertenecen al género literario, a su
vez espejo de la realidad. Como no todas tuvieron los mismos motivos para
alejarse del estereotipo, un arquetipo que encarna la esencia
atribuida a la maternidad idealizada como pilar de la identidad femenina, un constructo
social que perpetúa los roles de género. Tampoco todas fueron “malas” en el
mismo grado. Pero somos tan maniqueos… Si entre los dos extremos no hay
puntos intermedios, yo, como madre, no sabría dónde ubicarme.
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