Cartel soviético de propaganda
representando la revolución de 1905.
La leyenda reza «¡Gloria a los Héroes del
Pueblo del Potemkin!».
Pelagia tenía el cuerpo
roto por los malos tratos de su marido alcohólico. Quizá por ello apenas lloró
cuando Vlasov murió de una hernia. Vivía en un barrio obrero, de altas
chimeneas negras, acostumbrada a la sirena de la fábrica y al ruido sordo de
los engranajes. “Por la tarde, cuando el sol se ponía y sus rayos rojos
brillaban en los cristales de las casas, la fábrica vomitaba de sus entrañas de
piedra la escoria humana, y los obreros, los rostros negros de humo, brillantes
sus dientes de hambrientos, se esparcían nuevamente por las calles, dejando en
el aire exhalaciones húmedas de la grasa de las máquinas.”
Le preocupaba la actitud
de su hijo Pavel, cada vez más reservado. Hasta que un día descubrió que su
vástago se había convertido en un líder socialista. Si bien inicialmente las
inclinaciones políticas de su hijo le produjeron cierto rechazo, pues tal había
sido su educación, terminó convirtiéndose en la madre de todos los compañeros
de Pavel, reunidos clandestinamente en su propio hogar, y en una ferviente devota
de la causa revolucionaria que defendían. Cuando la policía zarista detuvo a
Pavel, que terminó desterrado en Siberia, Pelagia ocupó su lugar llevando pasquines a la fábrica de su hijo, repartiendo propaganda en las
zonas rurales y transmitiendo a campesinos y trabajadores la ideología
socialista, que hizo compatible con su religión pues defendía a las clases
humildes. Pero ella también fue arrestada y conducida a la cárcel, aunque ignoramos cuál fue su destino final. El escritor
ruso Máximo Gorki no nos lo dejó claro cuando escribió su historia en 1907.
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